Los desafíos de la justicia constitucional en América Latina en los umbrales del siglo XXI.

AuthorDr. Julio Fernández Bulté.
PositionProfesor titular. Facultad de Derecho. Universidad de La Habana.
Pages50-69

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Cualquier reflexión sobre la realidad actual y las perspectivas de la administración de justicia constitucional en América Latina en estos años de finales del siglo XX, y más aun, cualquier intento de vaticinar o caracterizar los rumbos de la misma en el próximo siglo, que abrirá el tercer milenio de Nuestra Era, corre el riesgo de perderse en consideraciones particulares o en análisis puramente técnicos o hasta circunstanciales, perdiendo de vista las grandes tendencias, las causalidades más profundas y las regularidades que están determinando y determinarán la suerte de la Justicia constitucional en nuestras naciones.

En consecuencia, hemos querido en estas breves palabras aproximar algo la reflexión hacia esas apreciaciones globales, generales, esquivando descripciones particulares, o utilizándolas únicamente como referencia factual para revelar esencias, causalidades y regularidades sobre las que pretendemos invitar a pensar.

No deja de ser importante, en eventos como éste, analizar y discutir nuestros problemas singulares y hacerlo desde la perspectiva de la técnica jurídica. Estoy muy lejos de negar la utilidad de tal empeño. Pero podríamos convenir también en que estamos urgidos de pensar en los condicionantes de nuestra vida jurídica y constitucional particularmente, desde una visión que rebase el límite de la normativa jurídica, su técnica y su doctrina, en tanto nos pertrecha de las explicaciones medulares a que he hecho referencia.

En esta dirección debemos convenir en algo inicial: la situación actual y el nimbo de la administración de justicia constitucional en nuestra América no pueden ser examinados fuera del contexto del Derecho en su integralidad en Page 51 nuestro subcontinente, y tampoco aislando el análisis de la suerte y destino de nuestros estados nacionales.

Al respecto, en algunos discursos advertimos que se invierten las causas y los efectos y entonces los impactos en la administración de justicia constitucional de determinadas políticas estatales, o las desviaciones generales y disfunciones del Derecho Constitucional, se colocan en plano secundario, como efectos o derivaciones de una supuesta mala administración o débil tutela jurídica constitucional, cuando se trata, justamente, de todo lo contrario. Precisamente de que las causas medulares que colocan en ocasiones a la administración constitucional en situación crítica hay que buscarlas, en un primer nivel o primera instancia, en el deterioro general del Derecho y de la supremacía constitucional, y ello como resultado de una evidente voluntad política; hay que buscarla entonces también en una quiebra global de la legalidad y hasta de la legitimidad de algunos regímenes estatales y hasta del sistema integralmente entendido y, particularmente, en la erosión que están sufriendo nuestros Estados Nacionales en los nuevos caminos porque se enrumba el sistema capitalista mundial en el cual estamos irremisiblemente inscriptos.

Si lo anterior es verdad para la administración de justicia en sentido lato, lo es más particularmente para la tutela jurídica de la Constitución, habida cuenta que esta última es texto de pretendida supremacía jurídica en el cual, según el entendido de todos los constitucionalistas, se formulan las bases y principios de la organización política de la sociedad, es decir, de su sistema político, y los principios de la legalidad que debe regirla, ello además, sobre la base de que debe plasmar el núcleo principal y más duro de los derechos de los ciudadanos, que hemos dado en llamar por ello mismo, sus Derechos Fundamentales.

La administración de justicia constitucional, todos lo sabemos, tiene por objetivo primario, esencial y justificativo, ejercer la altísima función de mantener la supremacía constitucional y, con ello, proteger la legalidad, ab integrum, y los derechos fundamentales.

Entonces queda claro que, en tanto función jurisdiccional con tales fines, tiene una enorme carga política. Schimitt se alarmaba hace ya tiempo de que la justicia constitucional corriera el riesgo de «. . . en lugar de llevar el derecho político a la política, se lleve la política a la justicia, socavando su autoridad»1

Sin embargo, parece evidente que nada es posible hacer al respecto, al menos que se renuncie al meollo del mandato: la justicia constitucional será siempre justicia empapada de política, inmersa en la política y de incuestionable compromiso político, en la misma medida en que la Constitución es, de cualquier forma, no sólo un texto legal a la manera de concebirlo Kelsen, sino sobre todo texto político y referente ideológico.

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Como ha dicho Pedro Sagüés, la idea de concebir a una Constitución desideologizada» es errónea, cuando no malintencionada2. Incluso constituciones que son tributarias de varias ideologías son, precisamente eso, constituciones de transacción ideológica, como los casos conocidos de la Weimar, o la Argentina de 1953, pero nunca constituciones ideológicamente asépticas.

Sagüés ha dicho plásticamente: «que el mundo jurídico no es un planeta técnico-normativo. . . (esas posturas, sigue diciendo) ignoran que la normatividad jurídica (y especialmente la Constitución) sirve, sustancialmente, como soporte o medio para desarrollar un plan de gobierno (y por ende, a un esquema político-ideológico de poder)»3.

De tal modo, entender el fondo de los problemas que atañen a la tutela jurídica constitucional exige entrar en inevitables consideraciones políticas, y en más inevitables aún consideraciones económicas generales.

Los juristas tenemos varios vicios profesionales, pero entre ellos destaca especialmente el de vieja raigambre kelseniana, consistente en pretender explicar todos los problemas en el estrecho marco de la normativa jurídica sustantiva, o de su realización adjetiva, procesal.

No siempre se ha entendido en todo su calado aquella afirmación de Marx y Engels en La Ideología Alemana, cuando declaraban que el derecho carece de historia propia. No estaban negando, por supuesto, la historia del Derecho, sino llamando la atención a que sus últimas explicaciones, el hilo conductor de esa historia, era preciso encontrarlo más allá de sus límites normativos; era preciso rastrearlos en las condiciones materiales de existencia de cada sociedad y en las condiciones espirituales que se integran en cada momento histórico.

No sin razón se ha dicho que el Derecho Constitucional es el derecho de la variedad política, que se encuentra indisolublemente amalgamado con la realidad económico-social de cada país y, en consecuencia, suele asumir modalidades y particularidades, en función de las características particulares de cada nación. Por eso se ha dicho que ese Derecho Constitucional es el derecho político de lo particular.

Pero lo anterior no entorpece a que intentemos encontrar ciertas generalidades, ciertas regularidades y universales tendencias en los procesos políticos y también en el Derecho Constitucional, entendido universalmente o ateniéndonos a un continente o una región determinadas.

En este sentido se hacen esfuerzos importantes, en el Derecho Constitucional Comparado, por establecer principios de armonización y homogenización que sirvan metodológicamente no sólo para constatar lo disímil, sino para descubrir lo semejante y formular tendencias supuestamente comunes. Quisiera sólo mencionar el sencillo pero enjundioso trabajo de Antonio Colomer Viadel sobre las supuestas homogeneidades del constitucionalismo iberoamericano4.

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Con más razón considero esencial, para entender la problemática de la justicia constitucional en América Latina, indagar los condicionantes esenciales, políticos y económicos que la están impactando en sentido universal, corno parte del mundo político mundial contemporáneo y, especialmente, las particularidades de ese mundo en lo que atañe a América Latina.

Sencillamente estoy afirmando que no podríamos tener una visión medular sobre la justicia constitucional en nuestro subcontinente, si no entendemos y medimos en todo su calado los rumbos que emprende el capitalismo mundial en su actual reacomodo o reajuste y, dentro de esos rumbos, la posición estratégica y la táctica que asumirán los Estados Unidos con respecto a nuestra región.

Y al plantear las causas en esos términos no estoy tomando vulgarmente las de Villadiego, sino que, por el contrario, estoy llamando la atención hacia una cuestión que considero cardinal para el entendimiento de nuestros regímenes políticos, nuestros estados nacionales y la suerte de nuestros sistemas de legalidad y supremacía constitucional.

Más adelante volveré al examen de los impactos que los reajustes capitalistas provocan en nuestra justicia constitucional según los diferentes modelos técnicos aplicados, pero ahora quisiera asumir lo global, generalizador y común de esos virajes y reacomodos sobre nuestros sistemas políticos y jurídicos.

Hasta los signos de la crisis capitalista de 1973 y desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo se orientó sobre el modelo de desarrollo que algunos han llamado «fordista-keynesiano» o «taylorista», que constituyó un extraordinario esfuerzo de organización y vertebración de cuatro esferas esenciales de la producción social: la esfera de la producción, la correspondiente a las formas dinámicas de circulación mercantil; la del consumo social requerido, y la de la reproducción de la fuerza de trabajo. (Germán Palacios, 1975). Ese modelo de acumulación y reproducción capitalista, que Reich llama «de altos volúmenes»5 se fundamentó en el montaje de grandes empresas que producían enormes volúmenes de objetos-mercancías para una sociedad de consumo voraz e irracional; se apoyaba en la producción obtenida en gigantes instalaciones fabriles con verdaderos ejércitos de trabajadores; condujo, de inmediato, a acelerados procesos de centralización de la producción y concentración del capital, amén de la conocida fusión entre el capital productivo y el bancario, que Lenin atinadamente llamara «capital financiero». Montó de inmediato un coherente aparato de mecanismos proteccionistas y de subsidios a los productos preferenciales y avanzó decisiva y exitosamente hacia la consagración de un sistema financiero internacional.

Ese modelo, como sistema, exigía y provocaba un desempeño verdaderamente importante del Estado, como organización política de la sociedad capilista, Page 54 y éste asumió ese desempeño. Lo hizo en medio de altibajos, fluctuaciones y luchas; con reiterados acomodos y reacomodos, pero lo hizo. Se integró la noción de la gran producción y la gran empresa que era su protagonista principal, y cuyos intereses debían coincidir con los del Estado, y éstos, con los de la Nación. En esa lógica, el Estado, como representante, centro y resumen de la Nación, debía no sólo ser responsable de la gran empresa y apoyarla, sino también controlar y organizar todas sus dinámicas.

No debemos olvidar que este entendido político-económico pasaba por lo que Reich llamaba «el gran pacto nacional», refiriéndose específicamente al concordato registrado en Estados Unidos entre la gran empresa, el Estado, y el movimiento sindical, todos ellos puestos en función y al servicio de dos grandes objetivos: la seguridad nacional o hasta hemisférica, y «el bienestar de la nación».

En ese esquema, como lo ha dicho Germán Palacio de forma muy plástica, sólo el Estado podía ser la bisagra que permitiera rotar y articular inteligente y ordenadamente la esfera de la producción de colosales volúmenes de mercancías, la de su fluida circulación comercial, la del consumo social requerido y la necesaria reproducción de la fuerza de trabajo.

Estos imperativos económicos condujeron, repito, a una elevación consecuente del papel del Estado como protagonista no sólo político, sino económico.

Con ello se elevó sin dudas la noción del monismo jurídico: el Derecho es sólo el que el Estado dicta, sanciona o al menos, reconoce como tal.

Fue justamente dentro de esos contextos que creció también, aunque en ello contribuyeron otros factores, la noción de la supremacía constitucional.

Es también en esos contextos y en importante medida condicionada por ellos, que aumenta sensiblemente la importancia del control jurídico constitucional, frente a su alternativo control político o puramente parlamentario.

Algunos estudiosos han pretendido encontrar una suerte de tracto lógico e histórico en la pendulación del control político de la Constitución hacia su control jurídico. De hecho el asunto se ha desarrollado en medio de la contradicción siempre presente entre la representatividad y la gobernabilidad. (Porras Nodales, 1994).

Las realidades políticas contemporáneas han revelado que una más eficaz y pluralista representatividad, sobre todo o fundamentalmente parlamentaria, corresponde siempre una más débil gobernabilidad, y por el contrario, la más eficiente o admisible gobernabilidad suele conseguirse con cancelación o sacrificio de la representatividad.

En el ideal estatal funcional burgués, el control o autocontrol del sistema Podía apoyarse, esencialmente, en la misma representatividad y en el desempeño que a los fines de esa reproducción tuvieran los parlamentos. Porras Nodales ha podido decir al respecto que «el control político que nace en el Page 55 contexto liberal supone en definitiva una clara ausencia de control jurídico de la sociedad sobre el Estado»6.

Sin embargo, las primeras crisis parlamentarias agudas, que empiezan a registrarse en el período de entreguerras mundiales, hicieron entrar, con fuerza singular, en el control del poder público y en la misma reproducción del sistema, al llamado control jurisdiccional constitucional, adquiriendo así la justicia constitucional un papel singularmente importante en el mecanismo estatal y en la protección de los Derechos Fundamentales.

Se ha discutido sin término sobre las razones que explican las crisis parlamentarias aludidas. Y seguramente se seguirá discutiendo. Pero ya hoy muchos convienen en que al menos uno de sus elementos condicionantes fue el ya aludido modelo fordista-kelnesiano de producción capitalista. El modelo exigía una elevada gobernabilidad y ella entraba en colisión con la representatividad liberal burguesa ideal.

Lo cierto es que esa crisis parlamentaria, que se ha expresado de diversas formas, y tiene impactos diferentes en la globalidad de la vida política, supone, en uno de sus ángulos más importantes, la desviación de las altas decisiones políticas, a la esfera del Ejecutivo, y la creciente tecnocracia económica y política. De hecho, y esto no es un secreto para nadie, los problemas esenciales para el ciudadano, aquellos que afectan y atañen a sus intereses vitales, se escamotean del espacio de la representatividad legislativa y gravitan absolutamente hacia el quehacer ejecutivo y administrativo, casi siempre tecnocrático e inasible absolutamente a las influencias del ciudadano.

El debilitamiento del parlamentarismo explica, en alguna medida, la mayor importancia que adquieren, durante décadas, las formas de tutela jurídica de la Constitución.

Lo anterior es válido tanto para el llamado sistema «difuso» o de judicial review que surgiera, como es conocido, con la famosísima sentencia del Juez John Marshall, en el caso Marbury vs. Madison7 cuanto para el sistema llamado concentrado, o político-jurídico o más claramente aún, austriaco-kelseniano8. Y es válido también para los sistemas mixtos, algunos de los cuales tienen carta de vigencia en nuestra América.

Ante las deficiencias del control parlamentario, que algunos han llamado sistema que apunta a asegurar la libertad positiva, creció la jurisdiccionalidad constitucional, aunque para algunos fuera calificable como pobre libertad negativa, aludiendo a su carácter subsanador y a posteriori, ante las supuestas violaciones constitucionales.

Por supuesto que en el ideal liberal del sistema de representatividad, cual la soñó de modo especial Montesquieu, este modelo de control jurisdiccional de la supremacía constitucional, debía ceder ante el control directo, político, Page 56 derivado de la misma acción parlamentaria, y en el cual la voluntad directa de i s ciudadanos electores sobre la esfera política debía mantenerse en permanente acción, como parte del mismo fluir del sistema, operando según la ya ludida consecución de la libertad positiva.

Pero las cosas dejaron de discurrir, muy pronto, como lo soñara Montesquieu y cualquiera de los liberales burgueses. Los supuestos cahiers d'instructions que contenían el mandato imperativo y directo de los electores, v a los cuales debía ceñirse absolutamente la misión parlamentaria, revelaron muy temprano su inoperatividad, y el parlamentarismo fue desdibujando con crueldad la supuesta representación de que estaba dotado.

Para completar la situación se pasó al llamado sistema departidos, sobre el que no vamos a hablar, pero con respecto al cual tendremos que admitir que todos convienen en que vino a sustituir totalmente la voluntad ciudadana por los mecanismos, juegos y rejuegos de los partidos políticos, y que la pobre voluntad política del pueblo nada alcanza frente a las esferas de influencias y los diabólicos intereses de los aparatos de partido contemporáneos.

En esas condiciones, el control jurídico constitucional, en cualesquiera de sus modelos, venía a ser una suerte de áncora salvadora, no sólo de la virtualidad democrática del sistema, sino incluso de la garantía de los derechos ciudadanos, especialmente aquellos con rango de Derechos Fundamentales.

Para ser totalmente objetivos es preciso admitir que ese control jurisdiccional de la Constitución ha tenido momentos y actuaciones que han contribuido de algún modo al establecimiento de lo que se califica en ocasiones como «democracias avanzadas».

El ejemplo típico al respecto lo encontramos en Italia en donde el poder judicial y la Corte Constitucional han desempeñado papeles importantes en el equilibrio institucional, especialmente consagrando la integralidad del sistema frente al Ejecutivo.

Ese desbordamiento de los mecanismos de control jurisdiccional de las constituciones hizo hablar a algunos de un supuesto «gobierno de los jueces», y en particular en relación con Estados Unidos se hace referencia continua al superpoder de los nueve magistrados de la Corte Suprema.

Lamentablemente, creo que en América Latina el sistema no cristalizó hasta tales niveles y apenas empezábamos ahora a organizar su viabilidad, especialmente a partir del establecimiento de las llamadas «aperturas democráticas», cuando justamente comenzamos a afrontar un nuevo viraje y reacomodo capitalista que tiene que impactar y ya está impactando a nuestros Estados nacionales, nuestras soberanías, la legalidad de nuestros países, la supremacía constitucional, las administraciones de justicia y particularmente de la justicia constitucional y hasta la legitimidad de nuestros regímenes.

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Este reacomodo capitalista se deriva de la percepción de la ya aludida crisis de 1973, en que empezaron a revelarse los indicadores de las deficiencias del modelo fordista. Entre esos indicadores, uno despuntaba alarmantemente: los Estados Unidos, que habían sido el país líder del capitalismo desde la posguerra, vio disminuir su ventaja económica frente a los nacientes pero ya poderosos bloques de Europa y Asia. El llamado «milagro japonés» vino a poner en tela de juicio la capacidad del modelo, y empezaron a surgir las búsquedas de matrices alternativas. El neoliberalismo no es, en realidad, más que una concreción teórico-práctica de un requerimiento de reacomodo del capitalismo y de sus países de punta.

El reacomodo capitalista actual, que supone e implica a la política comercial neoliberal, descansa, sin embargo, en una profunda renovación de las matrices que atañen al proceso de producción, lo cual muchas veces suele sesgarse.

Los cambios se operan, primero que todo, en la esfera de la producción: la producción seriada fordista es sustituida abruptamente por la llamada «especialización flexible» (Harvey, 1990), o por lo que Reich denomina modelo de «producción de altos valores».

En el plano comercial el modelo supone la articulación más visible y publicitada de la política de libertad comercial a que suele reducirse el neoliberalismo. Pero la clave está en la desarticulación del gran sistema fabril y su sustitución por lo que suele llamarse «la fábrica difusa»; está en el desmontaje de la gran empresa nacional y su desplazamiento hacia una nueva red empresarial de carácter universal, en la cual se difuminan la propiedad, y también el control estatal.

Al paralelo, los servicios se fusionan de modo creciente con la producción. La nueva empresa investiga, descubre, crea necesidades y las vende en forma de ideas y proyectos. Ya no sólo produce ciegamente, para un mercado voraz y descontrolado, sino que investiga, advierte el futuro y lo anticipa, lo promueve, vende la innovación y la pone en manos del consumidor adelantado.

Las grandes empresas líderes son desmontadas y sustituidas por verdaderas redes empresariales internacionales, en las cuales los capitales, las inteligencias, las gerencias, montajes e investigaciones se difuminan a escala mundial, al punto de que resulta imposible decir si tal o más cual empresa es norteamericana o japonesa.

No quisiera agotar con cifras, pero algunos datos pueden ser reveladores de lo afirmado: la famosa empresa holandesa Philips, al inicio de la presente década, empleaba 43 500 trabajadores esparcidos en 45 países. La Seagate Thecnology, empresa líder californiana de la fabricación de discos rígidos, tenía en 1990 nada menos que 40 000 trabajadores, pero de ellos 27 000 trabajaban en el sudeste Asiático. En términos más generales, 200 empresas Page 58 supuestamente norteamericanas, emplean en Singapur nada más y nada menos que 100 000 trabajadores.

Paradójicamente, la industria automotriz norteamericana, entre 1987 y 1990, despidió en Estados Unidos a 9 063 trabajadores, y en ese mismo lapso, la industria automotriz supuestamente japonesa radicada en USA empleó allí a 11 050 trabajadores.

Algunos podrían pensar que todo esto queda muy lejos de la problemática de nuestra administración de justicia constitucional. Sin embargo, nada más lamentablemente erróneo e ingenuo. Lo cierto es que estos hechos están afectando y afectarán sin duda más fuertemente a las políticas globales del capitalismo y sus apoyaturas teóricas y prácticas en esquemas tales como «estado de Derecho», soberanía nacional, mecanismos de legitimidad y funciones del Estado contemporáneo. De ahí que estas consideraciones tengan mucho y muy directamente que ver con la situación constitucional en nuestros países y con la protección jurídica de nuestras constituciones.

De modo especial es importante a esos fines la suerte económica de Estados Unidos dentro del actual reacomodo capitalista, por cuanto a ella está ligada, dolorosa pero inevitablemente aún, la suerte política de nuestros países, de nuestros Estados y de nuestras constituciones.

Al ingresar en la última década del siglo, Estados Unidos lo hace con evidente desventaja económica en ese proceso de reacomodo capitalista. La reestructuración, pese a la unipolaridad política en que liderea Estados Unidos, ha tenido menos éxito en esa gran nación que en otras regiones del planeta.

De hecho la confrontación Este-Oeste es sustituida por la competencia intercapitalista, y en ella Estados Unidos no goza ya de la total hegemonía de que disponía en décadas anteriores.

Para Norteamérica se abren entonces alternativas complejas: asume el enfrentamiento intercapitalista en el terreno de los bloques económicos o apunta hacia una globalización de la economía, apoyándose en esos bloques o excluyéndolos.

De cualquier modo, lo cierto es que tácticamente Estados Unidos está obligado ahora, asumiendo cualquier estrategia, a recomponer sus ejes de hegemonía o, como dicen algunos, a «reorganizar su patio trasero». Y el patio trasero somos nosotros.

En este sentido avanzan hacia una supuesta «integración» con nuestro subcontinente, pero la misma. está marcada por el signo inexorable de nuestra sujeción económica y la fractura de nuestras soberanías; está marcada por la erosión de los atributos de nuestros estados nacionales y con ello, de nuestras fuentes de legitimación incluso.

Para nosotros, los procesos de integración en marcha, no suponen, ni en sueños, una voluntaria y libre igualación de países soberanos, sino la sujeción Page 59 de todos a una superpotencia que no renuncia a su soberanía, su integridad nacional y su hegemonía supranacional.

En esa dirección la estrategia de Estados Unidos hacia nuestro subcontinente se ha ido dibujando nítidamente en los últimos años, supone ante todo una redefinición de la estrategia económica; pasa por la imposición de determinados modelos de los que podríamos calificar como «democracia formal»; incluye una política de manipulación sensible del problema de los Derechos Humanos; se involucra con el narcotráfico como fuente de acumulación de capital, y libra sus combates iniciales, y puede que decisivos, en la esfera del debilitamiento de nuestros mecanismos estatales, pero particularmente asediando la supremacía constitucional y afectando la eficacia y credibilidad de nuestros sistemas de administración de justicia y, particularmente, de la justicia constitucional.

Creo que es hora de que los juristas soltemos viejos lastres normativistas y aprendamos a ver, tras la epidermis del derecho positivo, el nervio y la sangre del cuerpo social, que afecta al sistema jurídico. Esos nervios y esa sangre sólo son perceptibles en la profundidad de los procesos económicos y políticos que estamos viviendo y que están condicionados y sujetos a leyes que sólo conociéndolas podemos pretender dominar.

Quisiera aclarar ahora algo que considero metodológicamente importante: no hay que entender con injustificable ingenuidad que todos estos procesos son «conscientemente» perseguidos por supuestas fuerzas perversas. En algunos casos es evidente que los imperativos económicos han sido traducidos ya a políticas y forman parte de la estrategia pensada por las esferas dirigentes del capitalismo. Sin embargo, en otros casos los hechos económicos actúan como fuerzas ciegas e incontrolables, más allá de cualquier concientización.

En el primer caso están las políticas encaminadas a manipular conceptos muy caros y fundamentales en la vida de los pueblos, a los que sin embargo se les despoja de su profundo sentido y se los coloca inescrupulosamente en función de intereses tácticos y estratégicos. Me refiero a cuestiones tales como la «democracia» y los Derechos Humanos.

En estos casos que veremos enseguida, los hechos económicos actúan con la aludida fuerza ciega.

En el orden de las mencionadas políticas que erosionan la soberanía nacional y golpean especialmente y de modo inmediato sobre los marcos constitucionales y la administración de justicia, debemos aludir a la utilización del narcotráfico utilizado como pretexto y elemento de degradación de nuestros aparatos judiciales. Se reitera que nuestros sistemas judiciales, y por supuesto nuestros órganos de tutela constitucional también, son ineficaces para combatir esta forma de delito internacional organizado y, en consecuencia, se multiplican los procedimientos injerencistas de institutos y organismos de Estados Page 60 Unidos dentro de nuestra administración de justicia, en menoscabo también de nuestra supremacía constitucional. En Panamá, hace apenas un lustro, los Estados Unidos, efectuaron una violenta y sangrienta intervención militar, supuestamente para apresar a un narcotraficante. En Honduras y Bolivia la DEA hace operativos directos contra el narcotráfico, en menoscabo de la soberanía y los mandatos constitucionales de esos países.

Esas intervenciones de la DEA se han extendido, todos los saben, hasta Ecuador, Venezuela y Argentina. En Colombia las cosas son peores: la DEA trabaja en plena colaboración con la inteligencia policíaca, de espaldas ambos a los dictados constitucionales y ante la impotencia de la tutela jurídica constitucional, sin que pueda incluso descartarse que hayan contado con la colaboración del Cartel de Cali, para destruir al Cartel de Medellín.

Lo más alarmante es que lo que comenzó en forma de situaciones fácticas, que podían asumirse como más o menos excepcionales, se ha ido cubriendo de un preocupante ropaje de legitimación. Este camino comenzó a ser recorrido cuando la Corte Suprema de Estados Unidos legitimó la extradición de un ciudadano mexicano acusado de narcotraficante. Desde entonces se han ido multiplicando los acuerdos y tratados de extradición, que se empinan sobre la fuerza superior de la Constitución; se han promulgado «legislaciones especiales» que casi todas flanquean a la Constitución, y se han producido «reformas judiciales», que han estado dirigidas más o menos solapadamente por la Internacional Development Agency, del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

En esencia, el narcotráfico ha devenido en eslabón importante en la pretendida integración que interesa a Estados Unidos, pero más aún, ha servido de pretexto para socavar la autoridad, limpieza, independencia, y soberanía de nuestras administraciones de justicia y, con ello, ha afectado la supremacía constitucional y colocado en situación muy difícil y de pérdida de credibilidad a nuestra administración de justicia constitucional.

Quisiera apuntar a otro elemento que, en mi entendido, no puede perderse de vista cuando hacemos balance sobre la situación y las perspectivas de nuestra justicia constitucional a la entrada del siglo XXI. Es evidente que esa justicia constitucional no sólo tiene que abrirse paso, con sus lastres históricos, frente a complejas situaciones políticas y sociales, sino que tiene que hacerlo cargando con un pesado fardo histórico dejado por las dictaduras militares que caracterizaron la vida de nuestro subcontinente durante casi dos décadas.

No es este el lugar para aproximar siquiera reflexiones sobre esas dictaduras, ni sobre las razones que las hicieron inoperantes e inoportunas, y facilitaron las llamadas «aperturas democráticas». Ahora bien, desde el punto de vista de nuestra justicia constitucional y su acción en pos de la supremacía constitucional y la tutela de los Derechos Fundamentales, desde el punto de Page 61 vista entonces de su capacidad para desempeñar un papel positivo en el avance dentro de los procesos democráticos, es preciso dejar constancia dé la situación verdaderamente dramática en que desenvuelven sus acciones y preparan su porvenir en algunos, lamentablemente muchos, de nuestros países. De hecho, se han creado situaciones en las que la credibilidad y la capacidad estructural de la justicia constitucional para afrontar los desafíos democráticos, es bien precaria.

Lo cierto es que los sombríos años de las dictaduras militares y sus desmanes, violaciones masivas de los Derechos Humanos y crímenes de lesa humanidad, si bien no tienen que. ser apuntados en la cuenta de la justicia constitucional de hoy, también es cierto que no han sido borrados, en tanto no han sido constitucionalmente juzgados. De un lado, la violencia política sigue enseñoreada de la vida cotidiana en muchos de nuestros países, frente a Constituciones flanqueadas y justicias constitucionales maniatadas. Pero además, la impunidad de los crímenes cometidos por las dictaduras militares constituye un agravio latente, redivivo y permanente sobre nuestras Constituciones y nuestras justicias constitucionales.

Esa impunidad, alentada por Estados Unidos y las fuerzas militares nacionales, constituye no sólo la perpetuación de las heridas políticas y sociales, sino la consagración de un clima de ilegalidad, inseguridad, falta de credibilidad y hasta ilegitimidad de nuestras justicias constitucionales.

En algunos casos fueron los mismos gobiernos dictatoriales los que expidieron leyes de amnistía o autoamnistía, como en Chile con la proclamación del Decreto-Ley 2191 de 1978; Argentina con la Ley 22924, de 22 de septiembre de 1983, aprobada por la Junta Militar; o Guatemala, con el Decreto de 8 de enero de 1986 del gobierno militar de Humberto Mejía.

La estructura de la impunidad ha sido bien compleja, ha encontrado medios sutiles para sortear y flanquear las constituciones y burlar a la justicia constitucional, si algo ha pretendido ésta hacer. Se ha valido de leyes de amnistía, de indultos, o ha apelado a expedientes más sofisticados para proteger a los violadores de los Derechos Humanos y a los criminales de lesa humanidad. Quiero sólo recordar los casos de Brasil, con la Ley 6683 de agosto de 1979; Guatemala, con el Decreto 32, de junio de 1988; El Salvador, con el Decreto 805, de 27 de octubre de 1987; Honduras, con la Ley de Amnistía Amplia e Incondicional, de noviembre de 1987; Uruguay, con la Ley 15848, de diciembre de 1986, conocida como Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado; y Argentina, con las leyes 23492 y 23521, de diciembre de 1986 y junio de 1987, conocidas como leyes de Punto Final y Obediencia Debida, respectivamente.

Hace apenas unos meses, en lo que constituyó un verdadero madrugonazo legislativo, el Congreso Constituyente Democrático del Perú aprobó la Ley de Page 62 Amnistía, (Ley 26479 de 13 de junio del pasado año) con igual propósito de salvaguardar la impunidad de los violadores contumaces de los Derecho Humanos.

En ocasiones la impunidad se obtiene con mecanismos más sutiles, refugiándose en las incapacidades de nuestras justicias constitucionales, como es el caso de Panamá, en la cual los sucesivos gobiernos han renunciado a hacer uso del Artículo VI, Ordinal 5, Literal C-l 11, del Acuerdo para la Ejecución del Artículo IV del Tratado Torrijos-Carter, que reconoce a la jurisdicción panameña el conocimiento de delitos como el homicidio o contra la seguridad del Estado cometidos por ciudadanos norteamericanos, a la luz de cuyas disposiciones debieron ser juzgados los criminales de esa humanidad y los violadores de los Derechos Humanos durante la ocupación militar de 1989.

No quisiera dejar de mencionar otra vía sutil: me refiero a la aplicación de subterfugios que flanquean la jurisdicción ordinaria y constitucional, como son las comisiones gubernamentales o mixtas y las llamadas oficinas estatales especializadas en Derecho Humanos, que han servido para escamotear a la justicia y al imperio constitucional, el conocimiento de las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales. Las Comisiones Sábato y Rettin, en Argentina y Chile, respectivamente, y la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos, amén del grupo de Trabajo Interinstitucional de Colombia, son visibles ejemplos de estas actuaciones que flanquean la supremacía constitucional, desarman a la jurisdicción constitucional y erosionan su eficacia y credibilidad.

Quisiera subrayar que estas situaciones apenas apuntadas constituyen determinantes para la acción de nuestra justicia constitucional, condicionan la misma y devienen un marco inevitable en el cual tienen que moverse sus acciones. La defensa jurisdiccional de la Constitución se ha ido extendiendo en las últimas décadas en nuestro subcontinente y ha ido madurando sus mecanismos, adaptándolos y adecuándolos. Pero también ha estado sometida, y está sometida a los condicionantes que he apuntado. Si restringimos el examen del problema a la sola apreciación de las supuestas virtudes y defectos sustantivos y procesales de los diferentes modelos adoptados, temo que no podríamos llegar a conclusiones esenciales y nos quedaríamos perdidos en el laberinto de las ilusiones normativas.

En muchos de nuestros países se implemento, con una u otra variante, el sistema difuso de defensa constitucional. En Costa Rica, es sabido, se asumió a partir de 1938 y muchos aseguran que en México, de hecho se sostiene el mismo modelo a partir del desempeño del proceso de Amparo.

El modelo constitucional concentrado o kelseniano, ha tenido menos difusión que en Europa, donde se mantuvo en Austria y se extendió, con uno que otro matiz, a Alemania, Italia, España, Portugal y hasta Francia en cierta Page 63 medida, con el Consejo Constitucional, amén de Polonia y Yugoeslavia. En América han tenido tribunales constitucionales puros, según el modelo austriaco, Perú, Guatemala y Chile durante tres años.

Creo que todos podríamos admitir que el modelo más extendido ha sido, sin embargo, el que muchos llaman mixto, que no es más que aquel que hace descansar el sistema de control de la constitucionalidad en un órgano que concentra esa facultad jurisdiccional, pero ese órgano es precisamente uno del ya existente aparato de administración de justicia o poder judicial, usualmente su órgano supremo. Este es el caso por ejemplo, de países como Colombia, Costa Rica, Honduras, Venezuela, Uruguay, entre otros.

Otros países, como Perú y Guatemala aplican el llamado sistema múltiple, que es en realidad una yuxtaposición del modelo básico concentrado y el difuso, en tanto cada tribunal está obligado a aplicar la Constitución sobre la ley que la contravenga, en todo caso le sea sometido, y además se dispone de un Tribunal Constitucional que concentra los recursos contra actos o normativas inconstitucionales. Normalmente, los tribunales aplican la Constitución, pero su decisión no es derogatoria de la norma que viola al texto legal y tampoco tiene eficacia erga omnes, pero las decisiones del Tribunal Constitucional sí son derogatorias y tienen imperio erga omnes.

Podríamos consumir muchas horas, a partir de las experiencias concretas, en examinar y debatir las ventajas y beneficios de cada modelo, y poner sobre la mesa sus limitaciones y sus defectos. De hecho esto se viene haciendo desde hace mucho en el pensamiento constitucional contemporáneo y se han escrito numerosísimos trabajos al respecto. Insisto en que ello no es indeseable. Creo que sería incluso oportuno que entre nosotros se profundizara en estos particulares. Pero prefiero ahora advertir los puntos de fisura, las tendencias que tienden a erosionar o fracturar nuestra supremacía constitucional y hacer ineficaz nuestra justicia constitucional, con un sentido generalizador y perspectivo.

En función de ello, quisiera apuntar algunos de los múltiples vectores que, a mi juicio, están determinando la debilidad y la frustración de nuestra justicia constitucional y están marcando sus dramáticas perspectivas inmediatas. Creo, sinceramente, que estamos ante un marcado proceso de quiebra de la supremacía constitucional. Que estamos ante un verdadero y visible proceso de flanqueo de nuestras constituciones y, por tanto, ante una delicadísima situación de nuestras administraciones de justicia constitucional.

Ya he aludido, creo que sin exagerar nada, a la política norteamericana de debilitamiento de nuestras soberanías, que supone la tachadura de nuestros marcos y rangos constitucionales y la erosión de nuestra justicia constitucional. He mencionado también el fardo de la impunidad a los crímenes de las dictaduras militares que, insisto, gravitan sobre la credibilidad, sobre la eficacia Page 64 actual y sobre las perspectivas de la justicia constitucional para ser efectivamente garante de la supremacía constitucional y de los Derechos Humanos, limitando así su capacidad de contribución al proceso de estabilización y ampliación genuinamente democrática.

Ahora quisiera referirme a los impactos directos, precisamente directos, del antes mencionado reacomodo capitalista, sobre nuestra justicia constitucional, para ulteriormente hacer una brevísima referencia al por muchos llamado alzamiento de los poderes constituidos sobre el poder constituyente.

Los desafíos que afrontan los llamados «operadores jurídicos» en las condiciones del reajuste capitalista actual y en medio del vertiginoso avance tecnológico, y transnacionalización, están conduciendo a un visible proceso de creciente incompetencia judicial en general y, de modo más peligroso, de incompetencia de la jurisdicción constitucional. Ello se une entonces a un peligrosísimo crecimiento de los espacios de desregulación jurídica, de virtual anomia, en que se imponen soluciones alternativas que siempre responden a los oscuros y ocultos intereses transnacionales, limitan la capacidad estatal y defraudan los Derechos Fundamentales, incluidos, sobre todo, por supuesto, los desamparados derechos económicos, sociales y culturales.

Lo cierto es que el montaje jurídico -no sólo procesal sino también de derecho sustantivo- está evidenciando una notable incompatibilidad con los avances tecnológicos y especialmente tecnotrónicos actuales, y con la globalización de la economía y su difuminación en la transnacionalización de sus empresas y la aplicación de la comercialización neoliberal. Al respecto ha dicho muy claramente Porras Nodales que la actual «sociedad intercomunicada, donde las actuaciones públicas y privadas se proyectan en un universo sin fronteras a través de la telemática u otras modernas tecnologías, rebasando ampliamente los marcos competenciales por las formas procesales. . . »9desarmoniza con dichos marcos jurídicos y hace ineficiente y casi aleatoria su actuación.

Lo anterior es dramáticamente válido para nuestra justicia y supremacía constitucional. Las dinámicas económicas y tecnológicas modernas pasan raudas junto a los viejos textos constitucionales y sus operadores; son verdaderos cohetes supersónicos en carrera risible con antiguas diligencias tiradas por caballos.

En la carrera demencial, las Constituciones y los tribunales llamados a imponer su supremacía, quedan a la vera, lamentablemente; nada les es posible hacer ante dinámicas que apenas perciben; nada pueden hacer para proteger Derechos Fundamentales, especialmente económicos, sociales y culturales, ante sujetos internacionales que resultan inasibles; nada que hacer ante técnicas que no pueden alcanzar; menos que hacer ante una sociedad que se organiza y vertebra sobre otros principios, hablando otro idioma y frente a la cual quedan no sólo tristemente echados a la vera del camino, sino incluso Page 65 incomunicados. Pero no se piense que se trata sólo del ángulo procesal del problema. No hablo exclusivamente de la posible ineficiencia del modelo difuso o de las bondades y limitaciones procesales del sistema concentrado o político, siquiera me refiero a las potencialidades del sistema mixto o del múltiple. Es que incluso desde el punto de vista del instrumental jurídico sustantivo se vislumbran iguales o semejantes desarmonizaciones. Pérez Nuño ha dicho al respecto que, «El flujo incesante de leyes y decisiones jurisprudenciales. . . hace materialmente imposible su discernimiento, interpretación y aplicación por los operadores jurídicos. . . La transparencia del sistema normativo que es presupuesto básico de la certeza del Derecho, se ve suplantada por su creciente opacidad e inestabilidad: el Derecho positivo deviene, por tanto, inaccesible para los propios especialistas». 10

Los mismos principios jurídicos tradicionales relativos a las fuentes del Derecho se rezagan lamentablemente con respecto a las dinámicas actuales, y todo ello está conduciendo al deterioro de la funcionalidad y exigencia de nuestros textos constitucionales y de los Derechos Fundamentales, pero muy particularmente de aquellos que en lenguaje de ONU se identifican como derechos humanos de la segunda generación, esto es, los ya mencionados derechos económicos, sociales y culturales. Pero también echa por tierra la eficacia de los derechos civiles y políticos. Todo ello afecta la eficacia de la supremacía constitucional y de la justicia constitucional para contribuir a los procesos democráticos avanzados.

La internacionalización y difuminación de la gran empresa a que ya aludimos, los nuevos mecanismos tecnológicos, los endiablados procesos crediticios y financieros internacionales, los mecanismos tecnológicos en que se apoya la transnacional contemporánea y sus dinámicas laborales, las vertiginosas formas de comunicación contemporáneas, hacen que la gestión empresarial escape así literalmente de los viejos patrones de eficacia territorial del Derecho y se burlen de nuestros textos constitucionales y nuestras justicias constitucionales. De hecho la transnacional se torna inasible, inapresable dentro de las viejas redes del Derecho Estatal, dentro de los viejos marcos del Derecho Constitucional y en las pobres dinámicas procesales de nuestra defensa constitucional. Las zonas de desregulación crecen alarmantemente. Y siempre sirven a las soluciones ad hoc de los grandes intereses de las transnacionales.

Estamos a mi juicio, ante una situación que tiene que ser medida en todo su calado, so pena de que nos perdamos en lo occidental y seamos sorprendidos finalmente por un desembocar de hechos que ya nos han aplastado.

Esta situación ya está dando lugar a teorizaciones. Ahora se habla crecientemente, de la interpretación mutativa de la Constitución. Según esa concepción, la llamada interpretación mutativa deja intacto el texto constitucional, Page 66 no se molesta en cambiarlo, pero le altera el contenido. Se aplica entonces una interpretación, por adición, sumando al texto constitucional lo que no dice, o por sustracción, quitando del documento constitucional lo que dice expresamente, o por la interpretación mixta, es decir, la que sustrae y adiciona al mismo tiempo. Podría sostenerse que la interpretación que adiciona no es novedosa y tampoco necesariamente peligrosa a los Derechos Fundamentales. Es sabido que muchos textos constitucionales declaran que la enumeración de los derechos en ella contenidos no excluye el ejercicio y tutela de otros contenidos en documentos o declaraciones internacionales, etc. En ese sentido, una interpretación por adición podría hacerse en beneficio de dichos derechos y sería en principio laudable. Sin embargo, las cosas se complican cuando presenciamos interpretaciones por sustracción que son mucho más peligrosas, puesto que siempre tienden a cancelar derechos que el constituyente quiso plasmar explícitamente. Ahora se trata de algo que haría rebullir de alegría en su tumba a Jeremías Bentham: se impone lo utilitario, lo práctico. ¿Para qué enredarnos en cambiar la Constitución cuando podemos interpretarla libremente? Por supuesto que estas ideas siempre ocultan los altos intereses de los dominadores, y suponen muchas veces la explícita o implícita complicidad de la administración de justicia constitucional. En ese pragmatismo se ha llegado a hablar del constituyente actual, para menoscabar el mandato del constituyente verdadero, y un autor como Inglis Clark ha dicho que al interpretar el texto constitucional no vale la pena indagar la voluntad del constituyente, «sino en declarar la voluntad e intenciones de los actuales herederos y poseedores del poder soberano, quienes mantienen la Constitución, tienen el poder de alterarla y se hallan en la inmediata presencia de los problemas que deben ser resueltos».11

En un sentido semejante se habla cada vez más del uso alternativo del Derecho, o del pluralismo jurídico. Ese derecho alternativo alcanza ya, en muchas teorizaciones, al mismo texto constitucional. Muchas veces se ha alegado, para explicar el uso alternativo del Derecho, a lo que fue requerido practicar en Italia, después de la promulgación de la Constitución de 1947, que consagró un estado social del derecho, y que se yuxtapuso a la anterior legislación fascista.

Sin embargo, lo cierto es que el llamado derecho alternativo tiene dos lecturas diferentes y no puede ser asumido como un valor per se. Lamentablemente no podemos abundar en este corto espacio en un tema tan complejo, pero sobre él he formulado determinadas reflexiones. 12 De lo que quiero ahora dejar constancia es de que el uso alternativo del Derecho puede servir a nuevos sujetos sociales, colectivos, a nuevos propósitos liberadores y emancipadores, progresistas en fin, pero puede servir también, y lamentablemente Page 67 sirve en gran medida, a integrar un nuevo orden jurídico a la medida de los intereses de dominación de las grandes transnacionales.

Por ello es preciso no ser ingenuos ante esos desafíos. La administración de justicia constitucional tiene que andar con suma cautela cuando se trata de estas novedosas teorías del uso alternativo del derecho o de su interpretación imitativa.

Y nuevamente llegamos a la conclusión estremecedora: sólo podríamos estar seguros de la acción judicial constitucional si estuviéramos seguros de su fidelidad política, ética e histórica a los grandes intereses populares. Es que, nuevamente, se revela con toda crudeza que el Derecho Constitucional es el derecho político de lo particular.

Pero no tendría ahora que recordar que los enemigos de los designios de libertad y justicia social de nuestros pueblos, ni son tontos, ni se andan por las ramas. Hace mucho percibieron ese contenido político del Derecho Constitucional, y hace mucho asumieron la necesidad de influir ideológica, política y prácticamente sobre los operadores de la justicia constitucional.

Normalmente no se habla de ésto. Pero resulta esencial. Será preciso revisar, a profundidad y toda energía, la integración de los órganos de administración de justicia constitucional, puesto que de lo contrario, de nada valdrá lo que se piense y se haga en el terreno sustantivo ni en el adjetivo. Los tiempos y sus condiciones son tales que cada vez más afrontamos el resultado contradictorio de que nuestra justicia constitucional, si es popular, está maniatada, si se pliega a los designios dominadores, tiene las manos alarmantemente sueltas. Por si todo lo anterior fuera poco, estamos ante un creciente proceso de alzamiento de los poderes constituidos contra el poder constituyente, contra la supremacía constitucional.

Sobrarían los ejemplos de alzamiento contra la Constitución. Los mismos proceden no sólo del Ejecutivo, sino que también el legislativo asume esas conductas. De hecho, todas las leyes de impunidad constituyen otros tantos ejemplos de alzamiento legislativo contra la Constitución. Por si fuera poco, han crecido las llamadas leyes secretas, aunque en puridad la mayoría procede de la acción jurisferante de los ejecutivos. En Argentina, es sabido, existen más de 120 leyes secretas, algunas hijas de los regímenes dictatoriales, pero otras aprobadas bajo gobiernos constitucionales, en sesiones secretas del órgano legislativo, con inscripciones también secretas en libros reservados. Ulteriormente se empezaron a dictar decretos secretos. Se ha estudiado que entre 1973 y 1974, bajo gobiernos

En tales condiciones es verdaderamente irrisorio hablar de supremacía constitucional y menos de tutela jurídica de la Constitución.

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No quisiera que olvidáramos que incluso en esta línea, la teoría kelseniana, propia del sistema jurídico de control concentrado, aduce la llamada «norma de habilitación», según la cual el fallo del alto Tribunal de Constitucionalidad, nunca es inconstitucional, puesto que se habilita como constitucional, aunque se oponga al texto supremo.

A todo ello habría que sumar, porque son nuestras realidades jurídico constitucionales, la divulgación de la doctrina jurídica, en realidad surgida de la jurisprudencia norteamericana, según la cual la justicia constitucional se autolimita, declarándose incompetente para conocer de las llamadas «cuestiones políticas» (political questions). Ante tales situaciones, que pueden ser tan importantes como la declaración del estado de emergencia, intervención federal en asuntos estatales locales, declaración de guerra etc. , la justicia constitucional ha extendido la práctica de declarar que su eficacia y constitucionalidad no le son de competencia, y ésta queda a manos del Legislativo o el mismo Ejecutivo. Lo cual es tanto como designar juez al acusado.

Algunos podrán pensar que he querido mostrar sólo un panorama tenebroso. Lamento dar esa impresión. Pero recuerdo que no invento situaciones, ni siquiera las exagero. Es que ciertamente, nuestra realidad constitucional es tenebrosa. Y nuestra justicia constitucional está acechada, en ocasiones maniatada, parece cada vez más incapaz de afrontar los desafíos de los que algunos llaman la posmodernidad que se nos echa encima y, en consecuencia, está urgida de ser repensada y pasar a su reimplementación.

Quisiera decir que no soy un pesimista, al menos en el concepto extendido del término. Quizás valdría admitir aquello de que un pesimista es sólo un optimista bien informado.

No podemos colocarnos de espaldas a los hechos y, por el contrario, tenemos que asumirlos en toda su crudeza. Estas reflexiones han intentado hacerlo con respecto a nuestras perspectivas en materia de protección jurídica constitucional. Lejos de ver el futuro con pesimismo, declaro mi esperanza y mi expectativa optimista. Sostengo que nuestro proceso civilizatorio se aproxima a ingresar en el Tercer Milenio de la que hemos dado en llamar Nuestra Era, bajo la inquietante perspectiva de que estemos aproximando justamente el final de la era de civilización que ya tiene veinte siglos; y que ahora cumple a nuestra humanidad la enorme responsabilidad de encontrar las alternativas de salvación de la obra cultural milenaria.

Creo y defiendo la capacidad de protagonismo del hombre de esa lucha esencial de vida o muerte. Y creo, además, de modo muy fuerte, en la especial expectativa que es justo abrigar con respecto a nuestro subcontinente. Amparado en esas convicciones, que no se apoyan en criterios de credibilidad religiosa o dogmática, apunto hacia la necesidad de que los juristas latinoamericanos Page 69 asumamos los actuales desafíos en toda su profundidad, sin detenemos en su epidermis normativa.

Apunto en dirección a la búsqueda de los verdaderos mecanismos jurídicos que coloquen a nuestro Derecho, nuestras Constituciones y sus instrumentos de defensa, a la altura de las dinámicas del Tercer Milenio que se nos echa encima. Sólo si somos capaces de actuar en esa dimensión y con toda la decisión que los tiempos exigen, podremos contribuir modestamente, no sólo a salvar nuestra justicia constitucional, sino a algo más: a salvar nuestros sistemas de legalidad, o a alcanzarlos realmente; salvar a nuestras naciones y nuestra identidad y, quizás con ello hacer más de lo imaginable en pos de la salvación de nuestra Historia universal.

______________

[1] Schmitt, Teoría de la Constitución, págs. 138 y 139. Citado por Ramón Infíesta. Derecho Constitucional, Imprenta P. Fernández y Cia. La Habana, 1950.

[2] Sagüés, Pedro Néstor. Crisis de la Supremacía Constitucional. Revista de Derecho y Ciencias Políticas. Vol. 46, Nos. 1, 2 y 3, ene-dic. 1986. Lima, Perú. págs. 15 y ss.

[3] Sagüés, Pedro Néstor. Art. Cit. pág 17

[4] Colomer Viadel, Antonio. Introducción al constitucionalismo iberoamericano. Ediciones de Cultura Hispánica. Madrid, 1990.

[5] Reich, Robert B. El trabajo de las naciones. Ed. Javier Vergara. S. A. , 1993. Hay que apuntar que Robert Reich es Secretario de Trabajo del gabinete de Bill Clinton.

[6] Porras Nodales, Antonio J. Representación y Democracia Avanzada. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994. pág. 19.

[7] El conocido caso Marbury vs. Madison se origina cuando el Presidente Adams que entregaba el poder el 3 de marzo de 1801, amparado en una Ley del Congreso de Estados Unidos, designó 23 jueces de paz. El nuevo presidente electo, Thomas Jefferson, al tomar posesión advirtió que aún no se habían entregado los nombramientos y anuló cuatro de ellos. Entonces, uno de los jueces afectados, Mr. Marbury, pidió al Tribunal Supremo que ordenara a Madison, Secretario de Estado, que al amparo de la Judiciary Act de 1789 se le entregara su nombramiento. Entonces el juez John Marshall redactó la ponencia que se convirtió en sentencia de 24 de febrero de 1803 en la que se declara la doctrina de que la Constitución debe primar sobre cualquier otra norma jurídica y, en consecuencia, anuló la Judiciary Act de 1789.

[8] Es el sistema establecido por Hans Kelsen en la Constitución austríaca de 1920, reformada el 7 de diciembre de 1929. Sobre el mismo, ver mi artículo Los Modelos de control constitucional y la perspectiva de Cuba hoy. En Revista El Otro Derecho. Vol. 6 No. 2, 1994, págs. 13 y ss.

[9] Porras Nodales, Antonio J. Art. Cit. pág. 104.

[10] Pérez Nuño, A. La seguridad Jurídica. Barcelona, Ed. Ariel, 1991, pág. 46.

[11] Citado por Sagúes Pedro Néstor, en art. cit. pág. 20.

[12] Sobre el Derecho Alternativo he redactado varias ponencias y un breve ensayo para las publicaciones de ALAI.

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