La reforma del sistema de administración de justicia penal en Latinoamérica. (Una aproximación actual al sistema acusatorio)

AuthorDr. Julio B. J. Maier
PositionProfesor de la Universidad de Buenos Aires Argentina
Pages70-86

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1. El intento de destrucción de un equívoco idiomático

Aquello que representan las palabras acusación e inquisición no deberla ser hoy un motivo de equívocos distorsionantes del sistema de enjuiciamiento de un país y de su caracterización histórica. Sin embargo, en nuestro ámbito, la utilización desmedida de esta caracterización, extraída de su contexto real, cuyo planteo es tributario de organizaciones sociales bien diferenciadas, sigue provocando equívocos importantes. Se trata, en principio, de la utilización del lenguaje como categoría conceptual mediante la creación de conceptos sintéticos. Pero la fuerza de los conceptos es tal, que su deficiente formulación histórico-política tiene la virtud de oscurecer la solución a la pregunta acerca de cuál es el procedimiento penal que se adecua a nuestra situación institucional actual, relación que, en general, es bastante crítica al culminar el siglo XX y que, por otra parte, es relativamente fácil de solucionar si se presta atención a las constituciones políticas de los países, a los órdenes jurídicos de convenciones universales y regionales que nuestros países han suscripto y ratificado. Por repercusión de este equívoco también representa una fuente de confusiones, aquello que se acostumbra a llamar sistema mixto.

Algún ejemplo puede exponer estos equívocos. La opinión oficial de mi país, al sancionar un nuevo CPP para el Estado federal, consideró que mantener un sistema de instrucción formalizado, presidido por la autoridad de un juez de instrucción, frente al cual, según esa idea, obraban las partes del procedimiento, el acusador y el acusado, constituían, básicamente, una de las pruebas principales del sistema acusatorio elegido, Page 71 por contraposición al gobierno de la inquisición que pretendían quienes concebían el procedimiento preliminar como tarea del ministerio público1. En Colombia, en cambio, parece que la hipótesis contraria constituye la mejor prueba del acercamiento al sistema acusatorio. Es normal, en los países latinoamericanos, que el solo hecho del seccionamiento del procedimiento penal al menos en dos períodos bien diferenciados, uno dedicado a la investigación de la noticia del hecho, la instrucción o investigación preparatoria, y otro a un procedimiento más o menos contradictorio, cuando menos una oportunidad para la defensa del imputado, llamado en castellano «plenario», determine sin más la categorización del procedimiento penal común dentro del tipo conocido históricamente como «mixto»2, producto de la reforma europeo continental del siglo XIX, al crearse la organización social conocida como Estado de Derecho. No importa para ello la raíz histórica de sus reglas ni las características principales indudables del procedimiento, que nos colocan, claramente, en otro período: procedimiento registrado, generalmente por actas escritas, cuya función traspasa la preparación de la acción pública para constituir fundamento idóneo de la sentencia de condena o de absolución, sin o con escasas posibilidades para que quienes perseguido penalmente enfrente, de cuerpo presente, en debate público, la prueba de cargo; organización judicial vertical en extremo, cuyo reflejo en el procedimiento consiste en la proliferación de recursos, método de control jerárquico de las decisiones de los tribunales; exclusión de los ciudadanos de la tarea de administrar justicia, etc.

La confusión parte de la escasa claridad acerca de los fundamentos políticos, o político-criminales o, si se quiere, histórico-culturales de las categorías sintéticas empleadas para señalar tipos o modelos de procedimiento penal. En los procesalistas «puros» tal dificultad es producto de un desconocimiento del fenómeno de la pena y del Derecho penal3. Yo no puedo detenerme aquí -aunque me gustaría- a repasar un desarrollo histórico de la pena y de la forma de administrarla, ni a recorrer históricamente la manera con la que distintas organizaciones sociales respondieron a los conflictos que se desarrollaban en su seno: estoy condenado, por el tiempo, a trabajar también sintéticamente4. No hallo mejor forma de intentar con esa limitación cierta claridad en el idioma y la tipología empleada, que las explicaciones siguientes.

La pena estatal, en el sentido con el que hoy intuitivamente la comprendemos, procedente y expresión del máximo poder de control de un poder político centralizado, que a su vez implica persecución penal pública u oficial y sinonimia entre verdad y justicia -veritas, non autoritas Page 72 facit iudicium5- no es una realidad inmanente al ser humano, sino, por lo contrario, una realidad histórica contingente, producto de una determinada organización comunitaria, incluso bastante próxima a nosotros6. Ella no existió como expresión del monopolio de la violencia oficial legitimada por el orden jurídico, por enormes periodos históricos y sólo representa a la forma característica de reaccionar de una organización social determinada, propia de los tiempos modernos, el Estado-Nación. Esas instituciones son el producto de la centralización del poder político, aplicables a ciertos conflictos sociales que, en principio, atacan o ponen en riesgo las bases de esa organización o la paz social entre los súbditos de ella.

Para explicar este fenómeno se ha acudido a otra síntesis que ha pretendido indicar las distintas organizaciones socio-políticas7. La organización social primitiva, vecinal o ciudadana, carece de un poder político centralizado: las personas reconocidas como sujetos de derechos ejercen cotidianamente el poder político y deciden por la comunidad; entre esas decisiones les compete también aquello que hoy denominamos administración de justicia, esto es, la solución de los conflictos sociales; el Derecho, esto es, las reglas de conducta, si bien no son autónomas para los sujetos de derechos, son, al menos heterónomas para ellos que para nosotros, pues emergen de la costumbre y convivencia, antes bien que del ejercicio de un poder político. El ejemplo todavía próximo de estas organizaciones en nuestra cultura está constituido por la sociedad germana posterior a la caída del imperio romano. Pero también la ciudad ática y la ciudad romana, cuyo final ya presentaba signos precursores de la concentración del poder político, sirven como ejemplo. En relación a la solución de los conflictos sociales y, en especial, a aquellos que hoy son característicos del Derecho penal, estas sociedades concebían al procedimiento como un enfrentamiento directo de intereses -a veces físicoentre quien se pretendía ofendido y su ofensor, de frente a quienes decidían (juicio público realizado en el foro o plaza pública), la asamblea popular, o, al menos ante una representación de esa asamblea. Nunca el poder de reacción correspondía al ejercicio de la magistratura política; esa reacción (la pena, si se la considera existente) sólo representaba el ejercicio de un derecho por un sujeto de derechos, normalmente el ofendido (acusación privada), en organizaciones sociales más complejas -ciudad ática o romana-, cualquier ciudadano en casos excepcionales (acusación popular). Este es el único sistema acusatorio conocido, cuyo principio básico podría traducirse, en lenguaje moderno, como lo hizo Chiovenda, señalando que la acción -de una persona particular, extraña al poder político o, por lo menos, sin ejercerlo- es la condición de actuación Page 73 de la voluntad de la ley. Cualquiera que sea su valoración política y sus posibilidades actuales se trata de un mecanismo profundamente democrático -no autoritario-, en principio, para el cual la reacción frente a la inobservancia de la ley no significa, como la pena, un poder estatal para el control de las conductas de súbditos. Se puede percibir allí, claramente, la organización judicial horizontal y el procedimiento destinado a reglar un enfrentamiento físico o dialéctico de intereses; no destinado, por lo contrario, a satisfacer la necesidad burocrática de la aplicación de la ley.

El método para la solución de conflictos sociales cambia violentamente de sentido con la concentración del poder político*. El famoso agregado del Papa Inocencio III, que al lado de la persecución per acusationem consignó también la posibilidad de perseguir per inquisitionem, marca, para el Derecho penal, el fin de una época y el comienzo de otra (siglo XIII). La centralización del poder político -en el caso de la Iglesia romana, la afirmación del poder papal frente al de los obispos- conduce al nacimiento de una nueva organización social, el Estado-Nación, y a consecuencias político-jurídicas inevitables históricamente: el ciudadano pierde todos sus derechos políticos y se transforma en súbdito de la organización social, encarnada por el príncipe o monarca; la organización pierde su carácter local para abarcar un número poco menos que indeterminado de habitantes y territorios extensos; el Derecho ya no se origina en la costumbre social entre vecinos, sino que procede del poder político centralizado; sus reglas, absolutamente heterónomas para los subordinados, tienen fuerza obligatoria para el súbdito y la desobediencia a sus normas se castiga con la pena estatal. La pena representa ahora un poder del Estado y ella implica, como consecuencia inevitable, la persecución penal oficial; sin duda, todavía no ha nacido el Derecho penal, con el significado propio que hoy acordamos a esa expresión, sino, tan sólo, la pena como mecanismo del poder político centralizado9.

Esta concepción del poder conduce a otro concepto implicado: la administración de justicia y la aplicación de la fuerza para el gobierno de los conflictos sociales pertenece al poder político, es monopolio del Estado, que así desplaza al conflicto interindividual o grupal y lo reconduce a un conflicto con la ley estatal, a una desobediencia frente a esa ley, con prescindencia de los protagonistas reales del conflicto, y sus consecuencias: empobrecimiento del conflicto en sí mismo y de sus soluciones10. Consecuentemente, el procedimiento se transforma: pasa a ser, en lugar de un debate de intereses contrapuestos entre los protagonistas del conflicto social frente a quienes los juzgarán, un problema de la administración estatal en sí misma, encerrado en la burocracia estatal que debe Page 74 aplicar la ley del Estado, dada para sus súbditos. Para ello nada mejor que una encuesta, investigación o inquisición de un funcionario estatal, el inquisidor, acerca de la perturbación del orden, registrada por escrito, para el control de las sucesivas instancias del aparato estatal sobre la aplicación de la ley por el inquisidor y sobre su propia conducta, encuesta que no permite el ingreso de los protagonistas del conflicto, ni de sus intereses en el caso, para garantizar su propia «objetividad». No existen «partes»; el inquisidor se halla solo, sin perturbaciones extrañas a la necesidad estatal, las personas sólo son objeto de la inquisición. Esta concepción es, antes que los métodos crueles de investigación y las penas draconianas, aquello que llamamos la Inquisición.

El lluminismo reacciona contra esta concepción política, pero ni ese movimiento, ni sus pactos con el antiguo régimen hasta alcanzar la concertación que desemboca en el Estado de Derecho, imagina, en la base, una forma de organización social distinta; por lo contrario, el nuevo Estado de Derecho acepta la idea del Estado-Nación como base de la organización social, lo legitima con otros argumentos y lo reforma según ellos: ya el monarca o sus funcionarios no poseerán ese poder omnímodo propio del absolutismo, sino que el ejercicio del poder hallará límites en la ley del Estado que describe la competencia o las facultades de los funcionarios, fuera de los cuales ellos también obran antijurídicamente.

En el Derecho penal suceden las cosas de la misma manera. Nace el Derecho penal en el sentido propio con el que lo conocemos, limitador de la pena estatal, por fuera de la cual los tribunales y funcionarios estatales utilizan la fuerza ilegítimamente, y limitador de los comportamientos punibles, por fuera de los cuales se halla el ámbito de nuestra libertad jurídica. No es casualidad el hecho de que se mencione al Marqués de Beccaria y a su libro, De los delitos y de las penas, traductores de Montesquieu al ámbito de la represión penal, como la partida de nacimiento del Derecho penal. Y el libro representa también la fe de bautismo del nuevo Derecho procesal penal. Cuando, después de dura lucha política, se estabiliza el orden social y jurídico tras el concepto del Estado de Derecho, los códigos franceses del siglo XIX cumplen la doble función de legitimar la concepción inquisitiva y luego limitarla, en homenaje a la dignidad humana, según las nuevas ideas. He aquí aquello que recibe el nombre de sistema mixto de procedimientos penales11 o, más propiamente, el apelativo de procedimiento inquisitivo reformado12. Descripto ligeramente, este procedimiento, que tolera y exige la persecución penal pública como base del sistema, conserva la inquisición durante el primer momento del proceso, la instrucción preparatoria, supuestamente dirigida Page 75 a obtener la decisión estatal que conduzca a juicio al imputado (acusación) o que lo libere de persecución penal (en castellano: sobreseimiento); ese período, a semejanza de su precedente, se cumple por un inquisidor -bajo el nombre carismático de juez de instrucción-, con poderes casi omnímodos para decidir el curso de la investigación, sólo limitado por los actos o modos de cumplirlos prohibidos; en relación con las garantías procesales del Estado de Derecho, mediante una encuesta escrita y, en origen, secreta, sin intervención de la defensa. De allí en adelante el procedimiento común introduce dos períodos que intentan rescatar la forma básica del procedimiento acusatorio, tal como conservó en el procedimiento inglés, que, gracias al cisma religioso de esa nación, no sufrió, como los países de Europa continental, la recepción del Derecho romano-canónico, es decir, el ingreso a la Inquisición. El primer paso correspondía al procedimiento para admitir la acusación como provocadora de un juicio público y, en el caso de que ella fuera admitida, el segundo paso, final, estaba constituido por el juicio con debate público y oral, en el cual se enfrentaban el acusador estatal y el imputado, frente a los jueces que decidirían, tras el debate, la absolución o la condena. Se debe aclarar, sin embargo, que sólo se rescataba la forma original del debate acusatorio, pero el mismo debate contuvo y contiene, en el Derecho continental, fuertes rasgos inquisitivos, en parte por los poderes concedidos a los jueces del debate y parcialmente por la conservación de la encuesta escrita previa, difícil de ser ignorada por los jueces, al menos por los profesionales que integran el tribunal de juicio.

No es posible vaciar de contenido los conceptos acuñados por el devenir histórico-político. Según el breve desarrollo que precede, acusación, inquisición y procedimiento reformado o mixto, representan tipos caracterizados absolutamente por ese devenir. Con ello quiero decir que, si no se está dispuesto a rechazar la persecución penal pública de los hechos punibles, parcial o totalmente, a la manera de la primera idea de \a Ilustración, tampoco conseguiremos desprendernos totalmente de la Inquisición13. Todo se limitará a un mayor o menor acercamiento sólo formal al procedimiento acusatorio. En este sentido, hoy se asiste a la propuesta de una nueva aproximación formal a ese tipo de procedimiento: se insiste con alguna forma de participación ciudadana en los tribunales de juicio, con la depuración del juicio de sus rasgos inquisitivos, por exigencia de que las «partes» incorporen a él los elementos necesarios, participando de un debate dialéctico entre ellas, y de que los jueces del tribunal se comporten, en la mayor medida posible, como reguladores de la discusión y árbitros de la contienda, y no como interesados en ella Page 76 (investigadores de la verdad); para ello se pretende que ellos no conozcan la materia del juicio, la imputación, con anterioridad al debate y, por ello, son excluidos los jueces que han tomado participación en cualquier período anterior del procedimiento (garantía de imparcialidad); para lograr el mismo fin se cierra la posibilidad de incorporación por la lectura de actas de la instrucción, según cláusulas abiertas del procedimiento mixto originario; más allá de ello se asiste a toda una transformación del procedimiento preliminar que, en principio, varía el órgano que la practica, hoy el propio acusador público, pero que llega a proponer una fuerte desformalización de este período procesal.

Si a todo ello se incorporan las propuestas existentes en el ámbito del Derecho penal material, en especial la reparación como forma de sustitución o aminoración de la injerencia violenta que representa el sistema penal, tercera vía para el Derecho penal14, el movimiento de incorporación de los intereses de la víctima a la cuestión penal y la cierta privatización que, por la incorporación de esos intereses, se produciría en el Derecho penal15, se puede avistar que el acercamiento al método acusatorio operará de otro modo, más vigorosamente, también desde el punto de vista material y no sólo formalmente, por un cambio de dirección de la persecución penal, al menos parcialmente, para una clase de hechos punibles16.

Ciertamente, mis explicaciones anteriores no tienen por motivo único el afán académico. Antes bien, me interesa la realidad ibero-americana y el desarrollo del principio acusatorio en nuestro ámbito.

2. La realidad iberoamericana

A mi juicio no es posible explicar, con motivos culturales básicos, por qué las repúblicas iberoamericanas del nuevo continente quedaron rezagadas frente a este desarrollo. No pesó, para acompañar ese desarrollo, ni la transformación que sus potencias coloniales -España y Portugal- sufrieron en su propio Estado y orden jurídico durante el siglo XIX, ni el hecho de que, en general, la independencia del poder colonial derivara, ideológica y prácticamente, del rechazo de la forma política impuesta por los colonizadores y de la adopción de nuevas ideas sobre la organización social, que no provenían, precisamente, de las potencias colonizadoras. La revolución liberal-burguesa de las postrimerías del siglo XVIII, ejecutada y estabilizada en el siglo XIX, de cuño francés o americano del norte, presidió nuestro desarrollo político fundamental, con el cual nacimos como estados a la faz de la tierra. He allí, para prueba, el nombre orgulloso de Page 77 «República» que preside a casi todas nuestras designaciones nacionales y nuestras primeras y posteriores constituciones políticas.

No obstante ello, el Derecho común del procedimiento y de la organización judicial en materia penal y grandes áreas de nuestra burocracia estatal, que teóricamente debían poner en ejercicio los poderes constituidos por esas constituciones republicanas y lograr la eficiencia de los derechos de los ciudadanos en ellas asegurados, siguieron atados al Derecho colonial. Aún hoy, pese a la reacción generalizada de la década anterior, los países latinoamericanos, sobre todo los colonizados por España, no pueden desprenderse de las bases inquisitivas que el Derecho español exhortó a sus colonias americanas. En casi todos ellos sigue predominando una organización judicial verticalizada, que concibe al recurso contra las decisiones judiciales, practicando aun de oficio en algunos casos -consulta obligatoria al tribunal superior-, antes bien como un medio de control burocrático que como un derecho a la doble conformidad del afectado por una decisión judicial. Salvo excepciones casi inexistentes, se prefiere la integración burocrática de los tribunales de justicia a la participación ciudadana en ellos, incluso en contra de reglas positivas de la ley fundamental del Estado, derivadas del Estado de Derecho, que consagran las constituciones nacionales17; se ha preferido, entonces, la legitimidad burocrática, por controles estatales, a la legitimación del tribunal del juicio como tal. La independencia judicial se concibe más como independencia de un Poder del Estado, el Judicial, frente a los otros poderes estatales, que como independencia e imparcialidad de los jueces en su función propia, la de decidir conflictos sociales, de todos los poderes del Estado, incluido el Judicial, representado por los jueces superiores en una organización jerárquica; la garantía se concibe más como problema estatal de distribución de competencias que como derecho del justiciable y garantía de imparcialidad para él, según corresponde en el Estado de Derecho18. ¿Hasta qué punto esta forma de concebir la organización judicial resulta responsable de la escasa confiabilidad e independencia política que, en ocasiones, se reprocha a nuestros tribunales con razón?

De la misma manera, la llamada cultura inquisitorial19 impregna todos nuestros procedimientos judiciales, incluidos algunos que, conforme a la materia y a sus principios básicos, deberían resistir naturalmente estos impulsos. El procedimiento registrado, por actas escritas entre nosotros, resulta natural para una organización judicial controlada verticalmente por recursos sucesivos, pues no cabe duda de que, por su intermedio, se logra, a la vez, que el inferior rinda cuenta ante el superior sobre el trabajo realizado y sobre la aplicación de la ley del Estado al caso, como la par Page 78 conditio entre superior e inferior, necesaria para que los recursos funcionen como medio de control, sobre la base de un objeto único a valorar por ambos, el legajo de protocolos, vulgarmente llamado expediente, objeto sagrado de nuestra administración de justicia. Como para la inquisición histórica, se prefiere hallar la verdad del caso -siempre una simplificación de la realidad histórica, obtenida por selección de datos- a través de una encuesta (averiguación o inquisitio) paciente y esforzada de un funcionario estatal, alejado, en la mayor medida posible, de la pugna de intereses reales comprometidos en el caso (objetividad), que por intermedio de un debate dialéctico, frente a frente, de los portadores de esos intereses.

Los juristas y mucho más, los dedicados al Derecho penal tenemos directa injerencia en esa manera de pensar, en los prejuicios que han mantenido desarraigado a nuestro Derecho procesal penal positivo de nuestras leyes fundamentales y-del desarrollo del Estado de Derecho en las instituciones de la administración de justicia penal. No es pura casualidad el temor que se expande y observa -mal disfrazado de idiosincrasia nacional- en ámbitos como los nuestros, cuando alguna persona nos explica el funcionamiento del jurado, la carencia total o parcial de recursos contra la sentencia de un procedimiento, el significado que posee la admisión de un recurso amplio contra la sentencia después de un debate oral -segunda primera instancia- y la necesidad formal de repetir el debate, en fin, al concepción del recurso contra la sentencia como garantía del condenado penalmente y su consecuencia, la desaparición práctica de la posibilidad de recurrir del órgano estatal de la persecución penal, el ministerio público20. Tampoco lo es la perplejidad frente al argumento político esbozado por Alfredo Vélez Mariconde cuando, a raíz de la reducción de recursos del Código de Córdoba (1939), explicaba que él no había suprimido la segunda instancia, sino, todo lo contrarío, había excluido la primera instancia; y, para mayor perplejidad de sus críticos, el argumento era real, pues la única decisión vigorosa en la organización judicial que importó la sanción del CPP Córdoba fue, precisamente, la conversión de las Cámaras de Apelación en tribunales colegiados de juicio para todos los casos y la desaparición del juez unipersonal que sentenciaba el procedimiento por actas21.

Este es, todavía, el estado general de las legislaciones procesales penales latinoamericanas, en estricto sentido. Así se procede, por ejemplo, en Uruguay22 y, según mi conocimiento personal, en Chile, en Ecuador, en Venezuela, en Honduras, en El Salvador, a pesar del afianzamiento histórico de la regla que impone el juicio por jurados y en las provincias argentinas de Buenos Aires y Santa Fe. Brasil constituye un caso curioso23. Page 79 Allí la legislación desarrolló, parcialmente, ciertas bases de aproximación a las formas acusatorias, pero tai aproximación no alcanzó, en el procedimiento común, para asemejarse al estado de la legislación universal tal como concluyó después de la gran reforma del siglo XIX, y ello a pesar del gran ejemplo que, por proximidad idiomática, constituye para ese país el actual CPP portugués (1989): su procedimiento, básicamente, consiste en protocolos escritos sobre los actos, aún cuando procedentes de audiencias públicas, aunque discontinuas, con vigencia de la posibilidad del contradictorio, que permiten, por ejemplo, que un juez que no ha escuchado esas audiencias dicte sentencia sobre esa base y que la sentencia sea apelable (doble grado de jurisdicción sobre los hechos), recurso amplio que no determina un nuevo juicio o debate. Pero, por otro lado, Brasil conoce, para un número escaso de hechos punibles, los crímenes dolosos contra la vida, el juzgamiento por jurados, tribunal compuesto por un juez profesional y siete jueces accidentales (legos), que sí respeta las reglas básicas de aproximación a las formas acusatorias: un juez profesional se pronuncia sobre la admisibilidad de la acusación (iuducium acusationis), a la manera del procedimiento intermedio o del gran jurado, aunque por intermedio de un procedimiento similar al contradictorio del procedimiento común, y, de admitirla, abre el juicio ante el Tribunal do Júri, que procede según todas las reglas de un debate oral, público y continuo, con la presencia ininterrumpida de los sujetos procesales y vigencia del principio de identidad entre quien juzga y quien escucha el debate como juez del tribunal.

Empero, según dije, los aires de reforma del procedimiento penal, orientados por lo menos hacia una legislación similar a aquella que decantó en el continente europeo a principios del siglo XX (Estado de Derecho) y, en algún caso, hacia la solución de los problemas emergentes sobre el final del siglo (después de la Segunda Guerra Mundial), soplan hoy por estos lares con fuerza, empujados por la incomprensión del fenómeno de nuestros procedimientos por parte de la comunidad cultural a la que pertenecemos. Este proceso de reforma permitió que Argentina lograra, en casi todas sus provincias -excepción hecha de las antes nombradas- y en el Estado federal, bajo la influencia del CPP para la Provincia de Córdoba que proyectaran Sebastián Soler y Afredo Vélez Mariconde (1939), una paulatina pero sostenida aproximación a las formas acusatorias del procedimiento (en un período de cincuenta años), según la reforma europeo-continental del siglo XIX, e incluso, que fuera más allá en la misma Provincia de Córdoba y en la de Tucumán (1991), por influencia directa del CPP modelo para Iberoamérica. Algo similar ocurrió hace años Page 80 (1975) en la República de Costa Rica, que, en el momento de escribir estas líneas, está a un paso de la consideración legislativa de un nuevo proyecto que incorpora problemas y soluciones modernas en el procedimiento penal de fin de siglo, en general según la consideración que de ellos hizo el CPP modelo para Iberoamérica. Guatemala es quizás el país que más se aproximó al Código modelo citado, hoy dispone de una ley procesal penal vigente, en plena evolución jurisprudencial y práctica. Existen proyectos de reforma sobre la misma base y con estado parlamentario en Chile y El Salvador. Más allá de ello, la Comisión Legislativa del Parlamento de Venezuela ha proclamado políticamente al Código modelo como la base para su reforma procesal penal. Ecuador y Paraguay ya cuentan con un proyecto que también sigue, en lo fundamental, al CPP modelo para Iberoamérica. Bolivia y Honduras están en pleno proceso de reforma y avanzan en la redacción de sus proyectos transformadores, según creo, en la misma línea ya anticipada. Uruguay ha seguido un camino propio, por referencia al Código General del Proceso, que reconoce la influencia del CPCivil modelo para Iberoamérica, y por influencia del movimiento que procura la unidad del Derecho procesal; sin embargo, compite con ese proyecto, cuyas líneas generales constituyen una aproximación a las formas acusatorias, otro encarado por el propio gobierno, que ya ha sido criticado severamente por la Prof. Dra. Ada Pellegrini Grinover, en su relato para las Jornadas Iberoamericanas de La Plata, pues, según opinión generalizada, no alterará la rutina actual de la administración de justicia penal uruguaya24. Conozco que Perú ha modificado su procedimiento penal (1991), pero no me ha tocado aún estudiar su sentido, y que Panamá y Nicaragua comienzan ahora a discutir sus posibilidades de reforma.

3. Las bases de una aproximación actual a las formas acusatorias

No resulta posible terminar este informe, sin antes referir las bases principales a las cuales debe sujetarse, en el momento actual, todo pretendido acercamiento a las formas acusatorias del procedimiento penal. Ello implica reconocer, desde un comienzo, que, mientras no varíe radicalmente la concepción sobre el Derecho penal que ha llegado hasta nosotros25, en tanto ella implica, regularmente, el ejercicio de un poder estatal y, por ello mismo, la persecución penal pública, tan sólo es posible una aproximación formal a esa manera de dar solución a los conflictos sociales, con todas las limitaciones y problemas que ella plantea, nunca una recepción material del método acusatorio. Sin embargo, esta Page 81 aproximación es hoy, de cara al siglo XXI, cada vez más vigorosa, inclusive desde algún punto de vista material, por razones de política criminal que sólo podré mencionar sintéticamente. Por otra parte, esa aproximación, que de algún modo representa cierta anglicanización del proceso penal de cuño continental y cierto regreso histórico a sus orígenes, viene siendo empujada por las convenciones internacionales sobre derechos humanos, varias de las cuales han sido ratificadas y rigen en nuestros países, y por la operatividad de los mecanismos y órganos de protección internacional de los derechos humanos.

Desde un punto de vista procesal, la base ineludible de la aproximación consiste en centrar el procedimiento en un debate oral, público, contradictorio y continuo, con la presencia ininterrumpida en él de los portadores de los intereses en juego en la sentencia, con sus auxiliares eventuales (p. ej. : el defensor en el caso del imputado), y de los integrantes del tribunal que dictará la sentencia, únicos autorizados para esa tarea. Pero esas características del juicio, reconocidas por el movimiento de reforma iberoamericano, no bastan hoy. Hoy se exige, también formalmente, la desaparición de una cláusula abierta que permita incorporar a ese debate los actos del procedimiento preliminar por su lectura y su reemplazo por una regla limitadísima, que únicamente permita ese procedimiento por excepción, fundamentalmente cuando, por imposibilidad de realizar el acto durante el debate, él se haya cumplido, previamente, según formas especiales que prevén su desarrollo en un debate anticipado, bajo la dirección de un juez, como modo de hacer efectiva, sobre todo, la garantía del imputado de confrontarse con la prueba de cargo. Más allá de ello se postula que el tribunal deje de ser el motor principal del debate y que limite su actuación a conservar la disciplina del debate y la regularidad de la audiencia, con lo cual las «partes» recobran su derecho de presentar el caso, la prueba y los argumentos que fundan la pretensión final. La misma razón que funda esta modificación, el principio de imparcialidad referido al tribunal, exigido por las convenciones sobre derechos humanos, motiva también una nueva estructura del juicio, de modo tal que la audiencia es preparada por otro tribunal (procedimiento intermedio, admisibilidad de la acusación, recusaciones, decisión sobre la prueba a incorporar en el debate) en una audiencia preliminar, para evitar todo conocimiento adquirido previamente sobre el caso por quienes integran el tribunal de juicio, que sólo obtienen información legítima para fundar su sentencia a través del debate ocurrido ante ellos. Por consiguiente, también se reduce al mínimo la posibilidad de los jueces del debate de incorporar medios o elementos de prueba de oficio, esto es, sin excitación de Page 82 quienes operan como «partes». La función del tribunal consiste en proteger la observancia de las garantías fundamentales y en dictar sentencia conforme a lo visto y oído durante el debate.

Por supuesto, tales reformas se reflejan en la organización judicial que se prohíja. Ha regresado el jurado de su ostracismo entre nosotros o, cuando menos, la participación ciudadana en los tribunales de juicio (escabinado), como integración que conduce, naturalmente, a la realización del principio de imparcialidad y a una legitimación superior de las decisiones según la concepción del Estado de Derecho26: el jurado se erige sobre la base política que reclama una decisión ciudadana que autorice a los funcionarios del Estado a utilizar un grado máximo de fuerza o de violencia, la pena estatal, conforme a las reglas del Derecho penal, para corregir un comportamiento desviado; políticamente, cuando el jurado niega esta autorización, esto es, dice no, no se trata de que reconozca la inocencia del acusado en términos de realidad, sino, antes bien, de que no autoriza a los órganos estatales a usar la pena estatal como forma de responder al conflicto social, que todavía puede ser planteado por otra vía. Esa institución representa, asimismo, de manera mucho más clara que la integración profesional, sobre la base de jueces funcionarios del Estado, una organización judicial horizontal, propia del Estado de Derecho y de la independencia judicial.

El jurado también torna explícito y desarrolla de manera natural la regla contenida en las convenciones de derechos humanos llamada a transformar todo el régimen de los recursos contra la sentencia en el procedimiento penal27. No puedo ocuparme de ello ahora sino tangencialmente. He sostenido, con acopio de argumentos, que la regla establece, para el condenado, el derecho a exigir la doble conformidad sobre su condena, esto es, la exigencia de que, para aplicar una pena, si lo requiere el condenado, sean necesarias dos condenas y no una única28. Pero de la regla emerge también, matemáticamente, que el acusador, en principio, no posee recursos, contra la sentencia (destrucción del sistema bilateral de recursos), a la manera de aquello que sucede en el Derecho anglosajón y, regularmente, en nuestro recurso de revisión, pues, si los poseyera, la condena en última instancia, por vía del recurso acusatorio -en realidad, la primera condena-, todavía sería posible de recurrir, para el condenado, debido a su derecho a recurrir la condena en procura de la exigencia de la doble conformidad. Pero, además, ello ha tornado explícito que, según lo comprende naturalmente el Derecho anglosajón por su larga tradición juradísta, el permitirle recurrir al acusador la sentencia absolutoria, o la condenatoria benigna según su opinión, autoriza, en Page 83 verdad, una persecución penal múltiple, esto es, una segunda o tercera posibilidad de colocar al acusado en situación de riesgo de ser condenado, situación que infringe el principio antiguo que, entre nosotros, se denomina con el aforismo ne bis in ídem y que, en Derecho anglosajón, impide el sometimiento a un riesgo múltiple de condena (double jeopardy). Por todo ello, la cláusula de las convenciones internacionales ha transformado aquello que en los enjuiciamientos inquisitivos representa el control burocrático de la sentencia en una organización judicial verticalizada, en una verdadera garantía procesal y penal dentro de una organización judicial horizontal.

La forma acusatoria del procedimiento exige de la ley una división tajante de las tareas que al Estado le corresponden en el procedimiento judicial, por vía de la adopción de un sistema de persecución penal pública: al ministerio público debe serle encomendada toda la tarea relativa a la persecución penal estatal (función requirente) y a los jueces les corresponde la decisión de los casos llevados ante ellos por el acusador (función jurisdiccional). La responsabilidad de ambos organismos también varía: el primero no responderá por el control de los jueces, según el origen de su nacimiento, sino, antes bien, por la eficiencia y efectividad de la aplicación de la ley penal (persecución penal); los jueces, en cambio, no serán responsables, como hasta ahora, como inquisidores, comprometidos a hallar la verdad para aplicar la ley, sino, tan solamente, por su función de custodiar el respeto debido a los derechos y garantías individuales y por la aplicación de la ley al caso sometido a su decisión. En esta diferenciación tajante entre acusador y juez, que provoca, en los delitos de persecución pública, una diferenciación formal, pero nítida, entre las dos tareas que, en el procedimiento penal, le corresponden al Estado, requerir y decidir, confiándolas a órganos diferentes, consiste buena parte de aquello que se concibe como principio acusatorio en el Derecho procesal penal y como imparcialidad de los jueces en el Derecho de la organización judicial. Los puntos de tensión máxima con el principio opuesto son conocidos y difíciles de solucionar.

Es por ello, precisamente, que el antiguo sistema de inquisición por un juez de instrucción ha desaparecido de los códigos modernos, a pesar de su prosapia histórica: era intolerable que alguien se controlara a si mismo, que pesara sobre su cabeza la necesidad de un acto para hallar la verdad, responsabilidad suya, y, al mismo tiempo, la tarea de autolimitarse juzgando sobre su procedencia o admisibilidad jurídicas. La investigación preliminar, para preparar la acción o acusación pública, es, en el Derecho procesal penal moderno, cuestión de la competencia del Page 84 ministerio público; y, cuando esa tarea significa una injerencia en los derechos fundamentales de las personas, relativos a una autorización judicial (la privación de libertad durante el procedimiento, el allanamiento de morada, la interceptación de comunicaciones y apertura de correspondencia, los actos definitivos e irreproducibles que anticipan pruebas para el debate, etc. ), la tarea de decidir acerca de su admisibilidad y realización, de conceder al ministerio público la autorización necesaria para practicar esos actos, pertenece a los jueces. Se suma a ello la desformalización total o parcial de la investigación preliminar cumplida por el ministerio público, no sólo para facilitar el procedimiento y eliminar todos los obstáculos formales que hoy lo tornan lento y pesado, sino, antes bien para impedir que los actos de instrucción preparatoria, cumplidos por el acusador, puedan ser introducidos al debate oral y público y tergiversen las características principales de ese debate, única actividad en la que se puede fundar la condena penal.

Estos son los requerimientos básicos que impone la comprensión cultural actual del acercamiento al procedimiento acusatorio. En suma, se trata de la idea político-criminal de nuestro tiempo, ya de cara al comienzo del siglo XXI, que define aquello que, actualmente, bajo la concepción del Estado de Derecho, debemos concebir como debido proceso legal. Ese concepto se halla, día a día con mayor vigor, bajo la influencia cada vez más operativa de las convenciones, pactos y acuerdos internacionales sobre la materia29, aplicados como Derecho supranacional por los organismos internacionales de protección de esos derechos humanos.

Tales requerimientos son perfeccionados, a su vez, por decisiones político-criminales que residen en el Derecho penal material, cuya explicación detallada excede el ámbito propio de este trabajo. Me refiero, por ejemplo, al movimiento a favor de las víctimas, comprendido en el sentido de acompañar al principio de subsidiariedad (ultima ratio), vigente en el Derecho penal, para tornar posible la sustitución o aminoración del sistema penal y de la violencia natural que él engendra, cuando sea posible y en el ámbito de delitos que se convenga, por la reparación del ilícito, tendente a regresar la situación al estado que debería tener si el autor de la conducta desviada hubiera respondido a las expectativas de la ley y no hubiera cometido el hecho punible (reparación como tercera vía del Derecho penal30), solución privilegiada respecto de la pena. Me refiero también, dentro de la misma línea, al movimiento que reconoce cierta privatización del Derecho penal, por ejemplo, por vía de la transformación de acciones públicas en privadas o instancia privada, y a la influencia indudable que hoy despliega el consentimiento dentro del Derecho penal.

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[1] C. f. Casanovas, Jorge, El procedimiento preparatorio en el Proyecto. La cuestión constitucional y el propósito unificador, ps. 29 y ss. ; Frank, Jorge Leonardo, Observaciones y comentarios sobre los libros I y II del Proyecto de CPP Nación, p. 72; Hortel C, Eduardo, Acerca de la investigación preliminar en manos del ministerio público fiscal, ps. 79 y ss. ; Levene, Ricardo (h), El Proyecto de CPP Nación frente a las necesidades de la gran reforma procesal penal que anhelamos, p. 115; todos en AA. W, Estudios sobre el Proyecto CPP Nación de 1986, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1988.

[2] En mi país, por ejemplo, así, Ciaría Olmedo, Jorge A. , Tratado de Derecho procesal penal, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1960, ti, nº 116, p. 162, a pesar de que su conocimiento, demostrado en el mismo libro, sobre la ubicación histórica de los diferentes sistemas.

[3] Sin duda advierte este problema desde su prólogo (p. 7) y lo tiene presente en todo su libro para desarrollar sus soluciones, Armenta Deu, Teresa, Principio acusatorio y Dere cho penal, Ed. Bosch, Barcelona, 1995.

[4] Un intento extenso, pero de todas maneras no muy bien logrado, en mi Derecho procesal penal. Fundamentos, § 5, ps. 259 y ss.

[5] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón (trad. de Diritto e raggione. Teoría del garantismo pénale, T. V. ), Ed. Trotta, 1995, p. 37 y siguientes.

[6] Baratta, Sandro, Viejas y nuevas estrategias en la legitimación del Dere cho penal, en «Poder y Control», Ed. PPU, Barcelona, 1986, ps. 79 y siguientes.

[7] Stratenwerth, Günter, El futuro del principio jurídico penal de culpabilidad (tras. Bacigalupo, Enrique de Die Zukunft des strafrechtlichen Schuldprinzips, Ed. C. F. Müller, Heilderber-Karlsruhe, 1977), Instituto de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1980, ps. 87 y siguientes.

[8] Una notable descripción en Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas (3ra. reimpresión), Gedisa, México, 1988, Tercera conferencia, ps. 63 y ss. ; cf. , ade más, Stratenwerth, cit. nota anterior al pie.

[9] Baratta, Alessandro, cit. nota nº 6.

[10] Cf. Christie, Nils. Los conflictos como pertenencia (trad. Bovino, Alberto y Guariglia, Fabricio), en De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1992, ps. 157 y ss. , en especial, ps. 169 y ss.

[11] Garraud, R. , Traite théorique et pratique d' instruction criminelle et procédure pénale, Ed. Recueil Sirey, París, 1907, § II, nº 20, y § 3, ps. 21 y siguientes.

[12] Góssel, Karl-Heinz, La defensa en el Estado de Derecho y las limitaciones relativas al defensor en el procedimiento contra terroristas, en «Doctrina penal», Ed. Depalma, Buenos Aires, 1980, ps. 221 y siguientes.

[13] Cf. Armenta Deu, Teresa, Principio acusatorio y Derecho penal, cit. , III, ps. 27 y ss. , en especial p. 30, donde advierte las tensiones ineludibles que genera para el principio acusatorio la decisión por la persecución penal pública, y IV, donde describe las necesidades del principio acusatorio comprendido de esa manera.

[14] Maier, Julio B. J. , El ingreso de la reparación como tercera vía al Derecho penal argentino, en El Derecho penal hoy. Homenaje al Prof. Dr. David Baigún, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1995, ps. 27 y siguientes.

[15] Eser, Albin, Acerca del renacimiento de la víctima en el procedimiento penal, en De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1992, p. 51.

[16] Maier, Julio B. J. , La víctima y el sistema penal, en De los delitos y de las víctimas, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1992, ps. 183 y ss. ; Entre la Inquisición y la Composición, en «No hay Derecho», Buenos Aires, 1992, año 2, nº 6, p. 28.

[17] Como sucede en la República Argentina, cuya Constitución nacional histórica (1853), no modificada en el punto, exige, en tres reglas autónomas, que los juicios criminales sean realizados por jurados (CN, 24, 75, inc. 12, y 118), o en El Salvador, que a pesar de conocer la institución del juicio por jurados históricamente, la ha ido degradando en la legislación y en la práctica, de tal manera, que sólo unos pocos casos son decididos de ese modo y, cuando ello ocurre, los jurados deciden por las actas escritas sobre la investigación preliminar y el juez permanente puede abortar su fallo.

[18] CADH, 8, nº 1; PDC y P, 14, no0 1.

[19] Expresión que he tomado prestada de Binder, Alberto M. , Justicia penal y Estado de Derecho, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1993, IX, 2, ps. 204 y siguientes.

[20] Al respecto, Maier, Julio B. J. , El recurso contra la sentencia de condena: ¿una garantía procesal?, en «Cuadernos del Departamento de Derecho Penal y Criminología - Nueva Serie, nº 1 - Edición Homenaje a Ricardo C. Núñez», Universidad Nacional de Córdoba, 1995, ps. 141 y ss.

[21] Vélez Mariconde, Alfredo, Derecho procesal penal, Ed. Lerner, Buenos Aires, 1969, t. 1, p. 236 y s. La nota nº 6, al pie de la p. 236, cita de Meyer, Espris, origine et progrés des intitutions judiciaires, explica claramente el fenómeno: «Si los jueces de grado valen más que los de primera instancia que juzguen ellos directamente las causas, y no se ofenda a la justicia poniéndola primero, y casi por vía de experimento, en poder de hombres ineptos. »

[22] Informe nacional enviado al relator por la Dra. Raquel Landeira López.

[23] Información clara enviada al relator por el Desembargador Weber Martins Batista.

[24] Con detalles y claridad, el informe que me enviara la Dra. Raquel Landeira López sobre su país.

[25] En el sentido, por ejemplo, con que lo hacen los «abolicionistas»: cf. Hulsman, Louk y Bernat de Celis, J. , Sistema penal y seguridad ciudadana: hacia una alternativa (trad. de Politoff, Sergio de Peines perdues. Le systeme penal en question), Ed. Ariel, Barcelona, 1984; Christie, Nils, Los límites del dolor (trad. de Caso, Mariluz, de Limits to pain), Fondo de Cultura Económica, México, 1984; Gieszen, Hans P. J. , Criminología emancipadora y manejo de situaciones - problema. Un estudio en Buena Vista, Maracaibo, excelente tesis sobre una comunidad concreta, Universidad del Zulia, Maracaibo, Venezuela, 1989; y desde el punto de vista crítico, Pavarini, Massimo, ¿Abolir la pena? La paradoja del sistema penal, en «No hay derecho», Buenos Aires, 1990, año I, nº 1, ps. 4 y siguientes.

[26] Como ocurre en España, país con tradición de resistencia al jurado que, conforme a su Constitución (1978), ha regresado al jurado, al menos parcialmente, aun cuando la opinión académica se inclinaba por la forma escabinada del tribunal de juicio: cf. Moreno Catena, Víctor, Ley del Jurado (2a. edición), Ed. Tecnos, Madrid, 1995. Sobre el jurado español, cf. Burgos Ladrón de Guevara, Juan (coordinador), I Jornada sobre el Jurado, Universidad de Sevilla, 1995, y sobre las discusiones que planteó la nueva Constitución española al incorporar al jurado, Soriano, Ramón, El nuevo Jurado español, Ed. Ariel, Barcelona, 1985.

[27] CADH, 8, nº 2, h; PIDC y P, 14, nº 5.

[28] Cf. extensamente, Maier, Julio B. J. , cit. nota 20.

[29] Ver las llamadas Reglas de Mallorca (Proyecto de Reglas mínimas de las Naciones Unidas para el procedimiento penal -1992), cf. Bacigalupo, Enrique, La impugnación de los hechos probados en la casación penal y otros estudios, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1994, ps. 103 y siguientes. Cf. , en especial, Regla 2, nº 1, Regla 4, nº 2, Regla 25 y ss. sobre el procedimiento oral, y Regla 35.

[30] Cf. los trabajos citados en las notas al pie números 14 y 16.

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