La Justicia Penal en la transición a la Democracia en América Latina

AuthorDr. Alberto M. Binder
Pages59-78

Conferencia impartida por el Dr. Alberto M. Binder, Secretario del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP) de Buenos Aires, en Argentina, en el I Congreso Interanacional de la Sociedad Cubana de Ciencias Penales, el 23 de noviembre de 1995, en Santiago de Cuba.

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I Introducción: El problema judicial en su contexto político

Siempre que se aborda un tema referido a la administración de justicia la mayoría de las expectativas se centran en el plano técnico. En especial, se suele tener la impresión de que la respuesta deberá consistir en el análisis de algún problema procesal en particular, detectar alguna falla del proceso o difundir los dictados de alguna escuela del derecho procesal. Es necesario, en principio, modificar esta expectativa porque -y esta es la primera afirmación que quisiera sostener con firmeza- el problema de la administración de justicia en general y el problema de la justicia penal, en particular, no tiene solución alguna por fuera del contexto político en el que ellas actúan. No sólo en el sentido de que la reforma del proceso penal, por ejemplo, es sólo una parte de la reforma del sistema penal y puede quedar trunca en sus objetivos si no se enmarca en una reforma global sino, antes bien, en el sentido más primario de que la reforma de la justicia penal es una respuesta a exigencias de carácter político provenientes de ese fenómeno particular de reorganización Page 60 de la sociedad política que llamamos «transición a la democracia»; fenómeno no político que tiene características muy diferentes en los distintos países de la región latinoamericana pero que también tiene atributos comunes que permiten señalarlo como un proceso de carácter regional.

Estas exigencias, por otra parte, se sitúan en un nivel muy profundo: en muchos casos, ellas se materializan en exigencias de carácter constitucional, dado que una de las características comunes del proceso penal en América Latina es que él no responde -con matices según los casos- a los preceptos constitucionales ni a las normas de los pactos internacionales de Derechos Humanos vigentes en la casi totalidad de los países con fuerza normativa de alto rango; sin embargo, debemos llevar nuestra mirada más allá de los textos constitucionales para comprender las razones de la crisis judicial, así como el hecho de que hace casi diez años que el problema de la transformación de la justicia penal sea un tema constante de la discusión política de nuestros países. Para ello, creo necesario tomar en cuenta la existencia de tres demandas básicas, ligadas muy profundamente a la construcción de la democracia, que se vinculan directamente con el problema de la administración de justicia y que son las que han generado la situación de «crisis» que se pretende resolver con los programas de transformación judicial. La primera de ellas es la que podríamos llamar «demanda de protección». La transición democrática en América Latina está marcada por el antecedente del terrorismo de Estado.

En casi todos los países, con diversos grados de identidad, pero con una metodología común, se desató una fuerza brutal por parte del Estado, que persiguió, torturó y mató a muchos ciudadanos. Frente a este fenómeno, en cierto modo «nuevo», la sociedad quedó no sólo herida sino altamente sensibilizada, por lo menos, en una primera etapa de la transición democrática. Desde allí nació una demanda de protección, que busca evitar que estos hechos puedan ocurrir o, por lo menos, puedan ocurrir tan fácilmente como en el pasado. En la Argentina se presentaron miles y miles de «habeas corpus» y la administración de justicia no pudo protegerá ningún ciudadano. Este es un recuerdo que ha quedado y que, además, no debemos perder: durante la época de las grandes violaciones a los derechos humanos la administración de justicia no pudo, no quiso, o no estaba en condiciones de proteger a los ciudadanos de los actos brutales de muchas instituciones del Estado. Existe, pues, una primera dimensión de esta demanda Page 61 de protección ligada a la esperanza de que no ocurra de nuevo algo parecido. América Latina no está inmunizada frente al autoritarismo, nadie puede asegurar que en quince o veinte años no nos encontremos nuevamente en situaciones como las pasadas, nadie puede asegurar tampoco que los mismos procesos democráticos vayan derivando lentamente a formas autoritarias de democracia restringida. Al contrario, hasta podríamos decir que las bases culturales e institucionales del «Estado policial» están aún vigentes y agazapadas. Si, desde la perspectiva de esta primera dimensión de la demanda de protección, observamos la situación de la administración de justicia penal y, en particular del proceso penal, podemos observar que ella continúa con esa incapacidad estructural de dar protección a los ciudadanos de los abusos del poder. La justicia penal que hoy tiene América Latina no está en condiciones de protegernos del Estado policial y una parte de la sociedad ha tomado conciencia de ello y ha convertido su estupor en un reclamo muy concreto. Más urgente aún se vuelve esta demanda cuando se va tomando conciencia de que la propia administración de justicia y, en particular, la justicia penal es una institución que ella misma viola permanentemente los derechos fundamentales de las personas.

Si observamos el estado del proceso penal y sus consecuencias, veremos que se encierra a las personas en la cárcel sin verdaderos juicios -porque la tramitación de un expediente no es un juicio-, que las decisiones las toman los empleados y no los jueces, que no existe una verdadera defensa del imputado, en especial cuando no puede pagar a un abogado, que los procesos se demo- ran enormemente, que no existe publicidad, que no se respetan los derechos de las víctimas, en fin, que se violan directa y permanentemente las garantías fundamentales previstas en los pactos de derechos humanos. Cuando desde esta perspectiva de la demanda de protección observamos a la justicia penal nos encontramos con la administración de justicia totalmente incapaz de protegernos y, a la vez, ella misma transgresora de los derechos fundamentales de las personas. Afortunadamente esta comprobación ha contribuido a la crisis judicial.

La segunda dimensión de la demanda de protección tiene que ver con el aumento de la inseguridad de los ciudadanos, provocada no ya desde los poderes públicos sino desde las conductas dañosas provenientes de otros ciudadanos. El aumento real o ficticio de la criminalidad, o el simple aumento de las noticias acerca de la criminalidad, ha generado una demanda, de voz Page 62 poderosa, reclamando seguridad. Esta segunda dimensión de la demanda de protección es diferente en sus manifestaciones a la primera dimensión, incluso a veces se ha orientado hacia la búsqueda de soluciones autoritarias que alimentan al Estado policial. Sin embargo, creo necesario que se comprenda que por fuera de las instrumentalizaciones políticas, tanto una dimensión como la otra, tienen un contenido común: el ciudadano que le pide al Estado que genere las condiciones para vivir en paz y con seguridad. Esta petición no es superficial ni egoísta; al contrario ha sido una de las razones constitutivas de la sociedad misma. La segundad proveniente tanto de que no violarán mi propiedad, ni robarán mis bienes, como que me permitirán pensar libremente o difundir mis ideas. Protección tanto del ladrón o el asesino común, como del policía o militar que tortura o secuestra. La demanda de protección tiene dos dimensiones, pues, pero una raíz común: el anhelo de vivir sin que la vida, la tranquilidad o los bienes puedan correr peligro.

Esto no quiere decir, entiéndase bien, que sea lo mismo que me roben un reloj a que una persona sea torturada. De ninguna mane- ra. Sólo se trata de explicar que existe un trasfondo común a estas dos dimensiones tan dispares que entronca con profundos anhelos de la sociedad. Tanto desde una dimensión como la otra se puede apreciar que la justicia penal no puede brindar protección. Ni puede asegurar un adecuado control de los poderes públicos ni puede garantizar el sano castigo de las conductas que dañan bienes de los demás conciudadanos. Y entonces bien, puede preguntarse la sociedad ¿para qué le sirve la justicia penal?

La segunda demanda que genera una exigencia a la administración de justicia y que ha contribuido a la crisis judicial es lo que podríamos llamar la «demanda de certeza». Al poco andar en América Latina pudimos descubrir que la «transición a la democracia» no era una simple vuelta a la elección popular y al sistema de partidos sino que se trataba de una profunda modificación de las reglas básicas del juego político. En algunos países esto se reflejó en nuevas Constituciones, pero antes que un problema de nuevas Constituciones escritas lo que se ha producido y se está produciendo son cambios en la Constitución material, es decir, en la «la comunidad social subyacente en el orden normativo, en cuanto se le considere ordenada según un mínimo de elementos organizadores (fuerza política) capaces de presentarla, dotada de una actividad dirigida hacia un fin determinado (fin político)». Aquello que llamamos el «ajuste económico», Page 63 las «privatizaciones», o «ajuste fiscal» no es un simple reordenamiento económico sino una profunda reorganización social y una transformación del papel del Estado en su relación con los ciudadanos, es decir, es un fenómeno básico de la sociedad política.

Frente a este fenómeno se ha producido una demanda de certidumbre, de querer saber cuáles son las «nuevas reglas de juego de la vida social» que también tiene dos dimensiones. Por un lado, desde la comunidad internacional, desde las empresas inversionistas, desde los centros reguladores de la actividad económica, ha aparecido lo que se ha llamado el problema de la «seguridad jurídica»; es decir, la idea de que todo tipo de arbitrariedad en la intervención de los poderes públicos en la actividad comercial es un elemento distorsionante, un riesgo «no comercial» que el empresario no puede prever y que además no tiene que asumir porque no se encuentra dentro de los riesgos propios de la administración de justicia y a la falta de instancias institucionales para hacer valer un contrato (en especial si se trata de contratos con el Estado o entidades públicas) como un riesgo no comercial que genera inseguridad jurídica. La «seguridad jurídica» no es otra cosa que la inquietud acerca de la «certeza» de las reglas de juego económicas que garantizarían una inversión con riesgo calculable.

La segunda demanda ya no tiene que ver con las inversiones o las empresas sino con el ciudadano común que ha visto en los últimos años cómo el Estado se transforma vertiginosamente, cómo las relaciones laborales cambian de un modo dramático, cómo se modifica el concepto de servicio público, cómo se desarrollan nuevas concepciones de recaudación impositiva o de previsión social y frente a todo ello se pregunta también cuáles son las reglas de juego básicas de nuestras sociedades, qué es lo que se puede hacer y no se puede hacer, qué cabe esperar del Estado y qué es imposible solicitarle, cuáles son los ámbitos en los que regirá la libertad de comercio y cuáles serán aquellos en los que todavía el Estado se reserva un poder importante de regulación. ¿Cuál es el papel de los sindicatos en la nueva sociedad, cuál el de las entidades intermedias, cómo se regularán las relaciones familiares, cómo se hará para garantizar la educación y la salud, etc. ?. Vemos pues que esta profunda reorganización de la sociedad que se da en el marco de la transición democrática plantea preguntas que afectan todos los ámbitos de la vida social y llega hasta la vida personal de cada uno de los ciudadanos.

Frente a esta reorganización aparece la pregunta: ¿Cuáles son las reglas de juego? Y el ciudadano, Page 64 el inversor, los mismos poderes públicos se vuelven hacia la administración de justicia. Este mirar a la administración de justicia en búsqueda de certeza se basa también en un hecho importante: la conciencia de que la Constitución escrita es sólo una parte del problema constitucional y que una constitución que no es interpretada y defendida por los jueces pierde toda su eficacia. En la mayoría de nuestros países las constituciones han sido ineficaces -con esa elegante ineficacia de la grandilocuencia y la verborrea de los discursos políticos-y la administración de justicia no ha sabido defenderla. Al contrario, la administración de justicia se piensa a sí misma como una administradora de la legislación secundaria y siempre ha evadido el problema del control constitucional, en especial en su forma difusa. Además, frente a esta demanda de certeza, la sociedad se encuentra con una administración de justicia organizada de tal modo (y ello es en gran medida producto de los sistemas procesales) que siempre se privilegia el incidente sobre el asunto principal, la forma por sobre el contenido. Una gran maquinaria para evitar la toma de decisiones, ya sea desviando la atención hacia cuestiones secundarias, ya sea demorando la decisión hasta que el problema social desaparezca. Afortunadamente esta demanda de certeza ha contribuido a la crisis judicial porque la sociedad se ha preguntado: ¿Para qué sirve, entonces, nuestra administración de justicia?. La tercera demanda es lo que podríamos llamar «demanda de protagonismo». Otro fenómeno político que hemos descubierto en el contexto de la transición democrática es que el «estado de derecho» que sostiene la República democrática, ya no se define como una especie de situación de «paz institucional» sino, al contrario, como un permanente estado de conflicto de poder. En el caso específico de América Latina, de la mano de la reorganización social y económica se está produciendo una reorganización de la instancia política, marcada por una permanente pugna de poder, por la aparición de nuevos agentes de poder o la desaparición de otros, por nuevas formas de acumulación y legitimación del poder, en fin, por nuevas reglas de juego político que afectan -y en algunos casos perturban- profundamente a nuestras sociedades. De este modo el «estado de derecho» ya no se define por esa situación de «armonía» sino más bien como la capacidad de resolver los conflictos de poder en el marco de la continuidad democrática, de la legalidad y de la paz. Esto marca, también, la necesidad de una instancia final de resolución de los conflictos de poder ya que, si se quiere que sean resueltos en el marco del Estado de Derecho, no se puede Page 65 confiar en que siempre se resolverán por la vía del acuerdo y la negociación. Una sociedad debe estar preparada para resolver conflictos de poder que no ha sido posible negociar. Así como el pacto político es absolutamente necesario para el desempeño razonable de una sociedad política, también lo es la existencia de una institución que entre en escena cuando han fallado los pactos políticos, asegurando la resolución del conficto de poder dentro del marco de la institucionalidad establecida. Nuevamente la sociedad y los políticos han vuelto su mirada a la administración de justicia y han encontrado una justicia incapaz de resolver estos conflictos, carente de vocación de poder, acostumbrada a la penumbra institucional y, entonces, también se han preguntado: ¿Para qué nos sirve esta administración de justicia?

Vemos, pues, que la crisis judicial se fundamenta en la falta de capacidad de respuesta a estas tres demandas: de protección, certeza y protagonismo. Ello, por suerte, ha sumido o está sumiendo a la administración de justicia en una profunda crisis ya que estructuralmente no se encuentra en condiciones de responder a estas exigencias y ello nos señala que los programas de reforma judicial no pueden ser simples programas de reforma procesal, sino que se trata de una verdadera reubicación institucional de lo judicial en el contexto de la nueva sociedad política latinoamericana. Esta incapacidad estructural tiene raíces históricas que creo interesante sintetizar.

II Una sucinta explicación histórica: la herencia monárquica

Cualquier análisis sobre el funcionamiento de la administración de justicia penal debe tener en cuenta que su estado, características y funciones dependen tanto de fenómenos particulares, propios del proceso político de cada país, como de fenómenos históricos y culturales, heredados de la colonización española, del modelo de justicia impuesto con la conquista, del momento histórico en el que dicho modelo fue transplantado, así como el desarrollo posterior de esas instituciones desde la época colonial hasta nuestros días. En efecto, Hispanoamérica recibe el sistema inquisitivo de administrar justicia, que era el que utilizaba España a principios del siglo XVI. Ese sistema inquisitivo, que había tenido un desarrollo desigual pero extendido en Europa, había sido adaptado a las necesidades políticas de la monarquía absoluta, bajo cuyo imperio se desarrolló la mayor parte de la conquista y colonización de América.

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A partir del siglo XIX, Latinoamérica trató de lograr no sólo la independencia sino el establecimiento de la República, como forma básica de gobierno. Portal razón, desde los inicios de la independencia comenzó un movimiento reformador de la administración de justicia, que trató de reemplazar el viejo sistema inquisitivo por las instituciones judiciales anglosajonas, tal como la había intentado el movimiento iluminista y la Revolución Francesa. Ese movimiento de transformación judicial no tuvo mayor éxito y luego de diversos y esforzados intentos, terminaron por imponerse las viejas costumbres judiciales de corte inquisitivo, ya que las diversas generaciones de abogados ya se habían formado en ellas. No obstante, dicho movimiento logró éxitos parciales y, sobre todo, instaló en algunos países ciertas instituciones republicanas tales como el jurado, aunque ellas quedaron inmersas en un contexto inquisitivo que les era extraño y adverso y por tal razón nunca habrían de funcionar correctamente en el futuro. El sistema inquisitivo, en consecuencia, aunque quedó tamizado por ciertas ideas republicanas, conservó sus características principales:

  1. un procedimiento escrito y secreto, donde lo importante es la documentación antes que la realidad de lo sucedido ( Quod non est in acta non est in mundo);

    b) una administración de justicia secreta, pese a que existan algunas normas que establecen la publicidad de alguna parte del proceso (vgr. del plenario);

  2. un procedimiento penal poco respetuoso del imputado, ya que, en realidad, él no es un sujeto de ese procedimiento sino el objeto sobre el que recae la investigación;

  3. la desnaturalización del juicio como tal, ya que en la medida en que el procedimiento se convierte en un expediente, la parte más importante de ese expediente es la inicial, es decir, la instrucción o sumario. De este modo, el juicio desaparece como tal, pese a las previsiones constitucionales que siempre han hablado del juicio.

  4. la delegación de funciones judiciales en empleados subalternos, ya que por la misma formalización excesiva y burocratización se produce una sobrecarga de trabajo que impide que el juez pueda atender todos los casos.

    Pero el sistema inquisitivo no es sólo un modo de organización del procedimiento y de la administración de justicia, sino que genera a su alrededor toda una cultura inquisitiva que es la que ha permitido sobrevivir por casi quinientos años a ese sistema, seguir alimentándose y, en cierto modo, ha repotenciado la mayoría de sus defectos. Esa cultura inquisitiva, que puede ser caracterizada como un modo burocrático y formalista de administrar Page 67 justicia y comprender el derecho, finalmente ha impregnado al conjunto del ordenamiento jurídico (y ello se observa en el modo farragoso de redacción de las leyes) así como la misma educación legal, ya que la enseñanza universitaria se basa en un conocimiento informativo y superficial de esas mismas leyes, con muy poco espíritu crítico y escasa capacidad de análisis jurídico. Este cuadro de situación, que se ha mantenido prácticamente inalterado desde la época de la colonia española ha producido efectos muy profundos y muy graves en el seno de la sociedad. Algunos de ellos son los siguientes:

  5. una imposibilidad estructural para atender los conflictos sociales más graves, que son precisamente aquellos de los que se ocupa la justicia penal;

  6. un predominio del trámite sobre el problema real, de modo que el rito es lo que importa y nunca los efectos sociales de ese rito,

  7. una despersonalización total de la administración de justicia, ya que sólo se trata de administrar un expediente y no de juzgar personas. Ni el juez está presente, los testigos se convierten en actas, el imputado, si está libre no tiene prácticamente participación en el proceso, si está preso queda olvidado como un objeto en la cárcel, las partes se comunican por medio de escritos y es muy común que durante todo el desarrollo del proceso, el juez, el imputado, la víctima, los abogados y los testigos nunca se hayan visto siquiera y menos aún se conozcan.

  8. la conservación de una estructura monárquica de la administración de justicia, ya que los jueces de primera instancia sienten que administran justicia por delegación de la Corte Suprema, tal como antes se hacía por delegación del rey. En este contexto la idea misma de independencia judicial pierde todo sentido.

  9. una progresiva complejización del trámite judicial, de modo que cada vez se hace más incomprensible para la gente común e incluso para los mismos abogados, que nunca saben con exactitud como será tratado su caso, ya que las costumbres varían de juzgado a juzgado.

  10. una marcada lentitud del trámite del proceso, ya que a medida que crece la población o crece la conflictividad social aumenta la incapacidad del sistema judicial para atender los asuntos que invariablemente se acumulan sin resolución. Paralelamente a ello, y para generar un falso efecto de eficiencia, aumenta la utilización de la prisión preventiva que pasa a ocupar el lugar de la condena, en grave violación a lo establecido en la Constitución y en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos.

  11. un descreimiento creciente de Page 68 la población respecto de esa administración de justicia ya que, por una parte, se convierte en un instrumento inutilizable para la mayoría de la población (falta de acceso a la justicia) y, por la otra, es percibida continuamente como un sistema arbitrario, injusto, oscuro, incomprensible y cruel, en especial respecto de los sectores más vulnerables o desprotegidos de la población.

  12. una práctica de la abogacía totalmente adaptada y predominantemente dócil a ese sistema, y por lo tanto, poco dispuesta a cambiar las rutinas de trabajo que ya son conocidas. Ello en desmedro de la capacidad del sistema para administrar justicia, ya que la abogacía ejerce una tarea de prevención o prejudicial, que también queda teñida de las mismas características del sistema inquisitivo. Por ello la población extiende su descreimiento hacia el conjunto de la comunidad jurídica ya que tampoco percibe al abogado como alguien con capacidad para solucionarle sus problemas.

  13. un estudiante universitario que, más allá de sus posiciones políticas, en términos puramente jurídicos modela sus conocimientos de un modo conservador, rutinario y formalista (para adaptarse al sistema en el que tendrá que trabajar) y de ese modo la universidad se convierte en una reproductora constante de la cultura inquisitiva. Muy someramente se han descrito los condicionamientos históricos y estructurales de la administración de justicia. Ellos responden a causas muy profundas y que se han desarrollado a lo largo de un tiempo histórico muy extenso. Esos condicionamientos están dados por el tipo de organización inquisitiva (monárquica), por el modo de procedimiento inquisitivo (secreto, escrito, burocrático, formalista, incomprensible, aislado de la ciudadanía, despersonalizado) y por la cultura inquisitiva (formalista, ritualista, medrosa, poco creativa, preocupada por el trámite y no por la solución del conflicto, memorista, aerifica).

    Dentro de este marco histórico vemos que las exigencias que se plantean a la administración de justicia no pueden ser respondidas por cuestiones que exceden la buena o mala voluntad de una generación de jueces. El sistema inquisitivo fue diseñado para administrar los deseos y las políticas del monarca, (por lo menos en su versión laica, qué es la que nos trasplantan los españoles) y no para protegerá los ciudadanos, interpretar finalmente la Constitución o ser la última instancia en la resolución de los conflictos de poder. Se entiende, pues que el problema procesal debe estar al servicio de la reubicación institucional de la adminsitración de justicia, del mismo modo que el diseño del sistema inquisitivo no es un producto inocente sino un determinado diseño procesal al servicio de las finalidades políticas de la monarquía absoluta.

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III La función del juez en la sociedad democrática

La crisis estructural y el pequeño desarrollo histórico realizado nos conducen a reafirmar dos hechos, uno histórico y otro de actualidad. El primero de ellos constituye, sin duda, una paradoja: para la generación de la independencia, generación tan ilustrada como esforzada, tan inclinada a la cultura como a las armas, la cuestión de la administración de justicia, como ya señalamos, fue un problema central. La justicia, y en especial la justicia penal, fue una de las preocupaciones centrales de las generaciones que trataban de construir la República en la primera mitad del siglo pasado.

La paradoja consiste en que si bien esos hombres tuvieron en sus manos una gran cuota de poder y tuvieron inclusive -en gran medida el monopolio de las armas, esa generación fracasó en el objetivo de resolver el problema judicial. ¿Qué nos señala este primer fracaso histórico, constante en la mayoría de los países latinoamericanos?

Por una parte, que la cuestión de la administración de justicia tiene su raíz en las grandes preocupaciones y los grandes temas políticos del continente. No es un tema más, no es un tema moderno, sino que se trata de uno de los problemas políticos estructurales de la política institucional de América Latina. Se puede afirmar, entonces, que el problema de la administración de justicia ha sido siempre un tema crítico, que según las épocas se ha mantenido oculto o se ha evidenciado, que según las preocupaciones generacionales se lo ha tratado de encarar con profundidad o superficialmente, pero siempre ha estado allí, en el trasfondo de nuestra realidad política y de nuestros graves problemas estructurales.

El segundo hecho a destacar ya no de carácter histórico- es lo que yo llamaría «la paradoja de las palabras bonitas y los hechos mezquinos». En casi todos los países de América Latina se escucha permanentemente hablar de la Administración de Justicia con palabras magníficas. Se habla de la grandeza y la importancia de la justicia, de la magnificiencia e importancia del papel social de los magistrados, del valor fundante de la independencia judicial, de un modo u otro siempre se utiliza un lenguaje grandilocuente. Pero el solo hecho de entrar en los palacios de justicia o en los tribunales de la mayoría de nuestros países no revela una realidad completamente distinta: escritorios desvencijados, jueces mal pagados, falta de los insumos más elementales para administrar justicia, los abogados abarrotados tratando de conseguir los expedientes, empleados que malatienden a la gente, los testigos esperando incómodos por horas. Sin duda más que Page 70 una paradoja, el uso de un lenguaje tan distante de la realidad nos señala lo grotesco del ocultamiento de la verdadera situación de nuestros tribunales. Podríamos aquí continuar con esta práctica y repetir una vez más las palabras bonitas y hablar de la importancia capital del juez en la sociedad democrática, de la importancia de la justicia para nuestros pueblos, salpicar esta ponencia con alguna cita célebre de algún procesalista alemán o italiano y reproducir esa constante hipocresía del lenguaje elegante pero irreal.

Al terminar de leer esta ponencia cualquier abogado que volviera a su trabajo se encontraría con las mismas dificultades y las palabras bonitas tendrían un sabor más amargo aún. Es imperioso, pues, abandonar este modo de hablar sobre lo judicial; le urge a nuestra realidad que hablemos de ella con las palabras adecuadas y tan descarnadas como sea necesario. No es de mal gusto, ni siquiera tiene que ver con una concepción pesimista, señalar los problemas de la administración de justicia con crudeza; al contrario la profundidad de la crisis y la necesidad de profundizar las respuestas nos obligan a un lenguaje que dé cuenta del fenómeno real. Creo que este último es el camino más honesto por más que nos prive de la «satisfacción intelectual» de hacer juegos de palabras y citar autores superficialmente. Para recorrer este camino es necesario precisar algunos conceptos.

En primer lugar, señalar con toda claridad que no existe verdadera democracia sin protagonismo de los jueces. A esta altura de la historia pareciera una verdad evidente por sí misma, pero vale la pena repetirla. Si la administración de justicia no es la columna vertebral de un sistema republicano y democrático no hay verdadera democracia. Para comprender esto hay que tener en cuenta una idea ligada al concepto mismo de la división de poderes. Ello no es únicamente una división funcional de la tarea del Estado. Es también -y acaso principalmente- una división en la configuración de cada uno de los poderes. El Poder Ejecutivo debe ser, esencialmente, un poder burocrático -no en el sentido peyorativo- para resolver la enorme cantidad de problemas que plantea la administración de un Estado. El Parlamento, por su parte, según su propia configuración, debe ser una «caja de resonancia» para la discusión de los grandes problemas del país. No debe ser, pues, un poder burocrático. ¿Cuál es la configuración propia de la administración de justicia dentro de la estructura de la división de poderes y teniendo en cuenta las características que hemos señalado del Estado de Derecho Page 71 en la época actual?. En ese contexto la administración de justicia se debe configurar como el poder personalizado por excelencia. Se debe tratar de un poder en el cual las personas juegan un papel mucho más fundamental que el que juegan en los otros poderes. Se podría decir que la administración de justicia debería ser el poder antiburocrático por excelencia. Cada juez, cada magistrado o ministro de la Corte resume en sí la totalidad del poder judicial. Cada uno de ello «es», en la esfera de su competencia, el poder judicial. El poder judicial no es, ni debe ser, una estructura administrativa. En su esencia él se compone de personas a quienes se les ha dado ese poder de intervenir en los conflictos sociales y, en el caso de la justicia penal, aplicar el poder más intenso que tiene el Estado, el poder de encarcelar.

Por esa razón es que existen las garantías judiciales (como la imparcialidad e independencia judicial) que sólo tienen sentido en el contexto de ese poder personalizado y a lo largo de la historia siempre ha existido una preocupación especial por establecer los requisitos de selección de esas personas. Y el hecho de que sea un poder eminentemente personalizado significa también que, para la administración de justicia no deben haber «casos similares», en el sentido de que la rutina del caso sea lo determinante. Para ello existe el caso de Pedro o María. No existen casos generales; existe sólo el caso individual. Es, por lo tanto, un poder individualizado por la figura del juez y lo es también porque lo que interesa es el problema de las personas individuales que han entrado en conflicto. Esta es, a mi juicio, la configuración propia de la administración de justicia y lo que diferencia de los demás poderes. Ella es la única instancia institucional donde el individuo puede afirmar que su caso es importante como tal. La estructura procesal debe estar al servicio de esta idea.

Otra idea esencial que se extrae de la afirmación básica de que «no existe verdadera democracia sin protagonismo de los jueces» es la idea de la posición de la administración de justicia frente a la conflictividad social. Nuestras sociedades pobres y conflictivas de América Latina -mucho más aún en esta última década del siglo XX- están amenazadas, acosadas, por la anómia y la venganza. Están acosadas tanto por la desaparición del imperio y la cultura de la ley, como por la reaparición de la venganza como modo de solucionar los conflictos. Ambos fenómenos atentan contra la esencia de la cultura democrática. Por ello se debe rescatar la idea de que la administración de justicia es, por excelencia, la institución que se Page 72 preocupa por ponerle freno a la anomia -a través de la credibilidad y el imperio de la ley- y se preocupa por ponerle freno a la venganza a través de la correcta y razonable ampliación del poder penal del Estado. Por lo tanto, la justicia y en especial la justicia penal, que se ocupa de los daños de los bienes jurídicos más importantes para el conjunto de la sociedad y se relaciona con valores fundamentales, está llamada a desempeñar una función muy especial en el sostenimiento del ideal de una cultura democrática, base para una sociedad pacífica y tolerante. Una tercera idea que creo que se extrae de la afirmación de justicia es esencial para preservar el valor del individuo y de sus grupos primarios.

Puesto que la justicia es necesariamente una institución personalizada e individualizada, constituye el último recurso para garantizar que en una sociedad masificada, donde el consumismo hace que el individuo valga cada vez menos o se convierta en una variable macroeconómica, macrosociológica o un mero índice estadístico dentro del mercado laboral, el rescate de lo individual -entendido también como lo individual de los grupos primarios- que realiza la administración de justicia constituya un freno importante para evitar que las personas sean solamente un factor de trabajo o un factor de consumo. Llegados a este punto, debemos preguntarnos, ¿no estaremos cayendo en el mismo defecto que señalábamos al principio?. Pareciera que los jueces deben realizar para la sociedad tareas fantásticas e importantísimas y, nuevamente, cuando recorramos mañana los tribunales de nuestros países encontraremos la misma institución gastada, burócrata e indolente. Pero, ¿por qué esto en nuestros países?

No es fácil responder. En primer lugar, es necesario ver con claridad el problema para poder comenzar a vislumbrar soluciones. Por otra parte, hay que buscar soluciones estructurales, hay que hacer reflexiones profundas. Porque tampoco se puede creer que exista una especie de «demonio maligno» -como habría propuesto Descartes- que convenza a los políticos y a los sectores dirigentes dentro de cada sociedad, de que una institución tan importante como la Justicia debe ser abandonada, dejada de lado, esquilmada de sus recursos. Algo así sería una explicación simplista que debe ser descartada. De hecho, es cierto que los dirigentes políticos de la mayoría de los países latinoamericanos no tienen conciencia de que, para que la justicia cumpla con esas funciones es necesario dotarla de los recursos necesarios para que lo haga decorosamente. Incluso se podría afirmar que una constante de los sectores políticos Page 73 de nuestros países ha sido la tentación manipuladora de la administración de justicia; tentación en la que han caído sectores políticos de diferente signo e ideología. Pero, ¿cuál es el problema que hay detrás de todo esto?.

Ya hemos visto las características históricas que marcan la pervivencia de una estructura judicial que, finalmente, fue diseñada para servir a los designios de la monarquía absoluta. Pero también es necesario que la administración de justicia realice una autocrítica profunda como condición indispensable para la superación de esta crisis que, como he dicho al principio, no es una crisis circunstancial sino que tiene su raíz en los más profundos problemas políticos de Latinoamérica. Veamos: hagamos un análisis sincero, sin que tal sinceridad implique atribución de responsabilidades.

Creo que el primer acto de madurez que debe tener la administración de justicia es mostrarse capaz de realizar una autocrítica, sin que eso signifique atribuir responsabilidades. Aquí no se trata de buscar responsables sino de encontrarle solución al problema de una vez por todas. ¿Tienen nuestros ciudadanos -sobre todo los ciudadanos más vulnerables- posibilidades reales de recurrir a la administración de justicia y utilizarla? Yo creo que no. Hoy en día el acceso a la Justicia está negado para las grandes mayorías de nuestro pueblo. Y está negado tanto en el ámbito civil cuanto en el ámbito penal. Si las clases más pobres tienen acceso a la justicia no es sino para poblar las cárceles y no para lograr satisfacción para sus reclamos. Pareciera entonces que la administración de justicia está muy lejos de nuestros ciudadanos. Y esto es el «enorme abismo» que existe entre la administración de justicia y la vida social en general. Preguntémonos también: ¿ha sido la justicia un poder eminentemente antiburocrático, personalizado? ¿O los ciudadanos corrientes que concurren a los tribunales no encuentran sino papeles y más papeles, empleados y más empleados y, a lo lejos, como una figura prácticamente inaccesible y casi kafkiana, a un juez que maneja todo un aparato burocrático al que ellos nunca pueden acceder?. Y por último, ¿ha tomado ia justicia un verdadero protagonismo ante los grandes problemas nacionales?. Todas estas preguntas son, simplemente, las preguntas indispensables para una autocrítica que necesariamente debe hacer la administración de justicia para recuperar un verdadero papel democrático. ¿Ha tenido la justicia un verdadero papel protagónico en los problemas nacionales? Yo creo que no, que la justicia no ha sabido estar presente en el momento de los grandes Page 74 debates nacionales, en el momento de las grandes encrucijadas de nuestros países, y se trata de momentos claves con relación a lo económico, con relación a los derechos humanos, etc.

Y hay una pregunta más: ¿Ha socorrido especialmente la justicia a los sectores más pobres de nuestras sociedades? ¿O al contrario, ha sido una de las instituciones que ha puesto una carga más pesada aún sobre las espaldas, de por sí agotadas, de las mayorías, en cada uno de nuestros países? ¿Ha defendido la justicia a los ciudadanos frente a los cada vez más graves abusos del Estado? Frente a esta continua deshumanización del hombre por parte del enorme poder estatal, ¿ha defendido la justicia al ciudadano? ¿Ha sido ella una puerta a la cual Juan, Pedro o María pueden recurrir?

Yo creo sinceramente que la mayoría de los jueces no han hecho todo esto. Y que existen muchas razones para explicar porqué hoy en día existe este inmenso abismo entre la vida social real, la vida de nuestros ciudadanos, y la administración de justicia. Creo también que esto tiene una explicación, enraizada en parte en la «cultura judicial» que hemos heredado de la Corona española (en la cual nos hemos formado todos nosotros y que era, precisamente, aquello contra lo cual luchaba la generación de la independencia y, paradójicamente, el punto donde fracasaron). Frente a eso fracasaron Bolívar, Sucre, Olmedo, Rivadavia y Moreno en Argentina, Mariano Gálvez en Guatemala, fracasó toda esa generación esforzada que quiso modificar la cultura judicial de nuestros países porque sabían que la República hoy en día agregaríamos que, también, la democracia- se construye fundamentalmente sobre una determinada cultura judicial. Creo que esto debe ser un motivo de reflexión profunda. El abismo de que hablamos se nutre de una cultura judicial que no le sirve a la sociedad, no les sirve a los ciudadanos. Y la consecuencia, a mi juicio tremendamente nefasta para el futuro de nuestros países, es que la sociedad se ha acostumbrado a prescindir de los jueces.

Esta es la consecuencia más grave, frente a la cual no podemos, de ninguna manera, quedar ni atónitos ni indiferentes. El juez latinoamericano, hoy en día, no es protagonista de la vida social. Lo cierto es que los jueces latinoamericanos, en esta última década, en esta nueva construcción de la sociedad democrática, se encuentran frente a una durísima disyuntiva que es también, en mi opinión, la disyuntiva de los próximos años. Por una parte, está la posibilidad de seguir reclamando mayor atención de parte de los otros poderes, Page 75 con una letania ya secular que, en última instancia, se nutre también de una cultura monárquica (es algo así como si el subdito le pidiera al rey que «por favor» le dé más recursos a la administración de justicia). La otra posibilidad consiste en que la justicia se abra a la sociedad y conquiste el verdadero lugar que le corresponde en un contexto democrático. Porque en toda sociedad política hay una regla de oro: «el poder no se regala, el poder se conquista». Este desafío de abrirse a la sociedad implica demostrarles a los ciudadanos que la justicia es un verdadero servicio público. Una justicia que le presente servicios reales al ciudadano haría que toda vez que se ataque a los jueces, el mismo ciudadano común sienta que se está atacando a su propia libertad, que cuando se está empobreciendo a la administración de justicia se le está quitando poder a los ciudadanos, que si se desconoce la dignidad de un magistrado se está burlando al pueblo. Porque si todos estos reclamos que hoy día realizan nuestros jueces latinoamericanos no están acompañados por un verdadero apoyo social, si no van acompañados por un reclamo de toda la sociedad, la rueda seguirá girando del mismo modo, se solucionarán quizás pequeñas crisis circunstanciales pero el sistema estructural seguirá intacto.

Por eso, a la pregunta sobre función de los jueces en la sociedad democrática se le puede responder con las mismas bellas palabras que hemos escuchado en incontables ocasiones: el ejercicio de la jurisdicción, la preservación de la justicia, el bien común, la serenidad frente a los intereses políticos, etc. Todo eso es cierto, profundamente cierto. Sin embargo, creo que el verdadero desafío que hoy enfrentan los magistrados, la verdadera función que les corresponde en esta última década de construcción de la sociedad democrática es una función mucho más urgente, que se convierte tanto en un imperativo político como en un imperativo de conciencia: a la administración de justicia le corresponde luchar para rescatar el poder de los jueces. Rescatarlo de la burocracia que los ahoga; rescatarlo del formalismo que ha vuelto el proceso un juego de mezquindades y no un método de solución de los conflictos; rescatarlo de la pobreza material estructural de la administración de justicia, que termina también por empobrecer los espíritus. A mi juicio, sólo se podrá rescatar el poder de los jueces si la propia justicia se abre a la sociedad, si la justicia se vuelve más un «poder social» antes que un «poder estatal», un «contrapoder» que proteja al individuo frente al Estado antes que uno de los tres poderes del Estado. Page 76 Y si los ciudadanos sienten que la administración de justicia es verdaderamente el refugio eficaz de su dignidad, de su honra, de su razón, de sus legítimos bienes, seguramente el abismo de que hablamos desaparecerá y seguramente ellos acompañarán los grandes y legítimos reclamos del poder judicial.

IV El problema estrictamente procesal: un cambio radical

La larga introducción realizada hasta aquí no ha sido un preámbulo; al contrario, el punto central consiste en clarificar el significado político de la transformación de la justicia penal. Los cambios procesales deben estar al servicio de ese cambio de paradigma político y no tienen mayor valor en sí mismos. Por ello, la pregunta procesal por excelencia es la siguiente: ¿Cómo estructurar el proceso para que los jueces cumplan su función de gobierno?. La primera respuesta es la más importante, aunque alguien la pueda considerar obvia. Lo primero y principal es que se comiencen a realizar juicios. La mayoría de los sistemas procesales en América Latina son sistemas sin juicio. Y el juicio se construye sobre algunas ideas simples, básicas, pero de gran virtualidad política. En primer lugar, el juicio sólo debe hacer el juez y no otro funcionario. La inmediación no es un simple concepto para la enseñanza del derecho procesal sino que es un principio de alto contenido político que marca la configuración personalizada de la administración de justicia. El juez debe ser quien tenga comunicación directa con las partes y quien observe directamente la prueba. Algo tan sencillo y elemental como esto es una verdadera revolución procesal en la mayoría de nuestros países. En segundo lugar esos juicios deben ser públicos, pero verdaderamente públicos, de modo que la sociedad pueda observar cómo sus jueces administran justicia. Una justicia secreta, decía Cárrara, es siempre una justicia sospechada de arbitraria.

En tercer lugar esos juicios deben permitir la defensa y ello sólo se logra mediante la concentración de la prueba -que permite discutir el valor de los elementos probatorios- y de una estructura verdaderamente contradictoria que permita discutir, ante el juez, la mejor solución del caso. No deben quedar dudas que un juicio sin inmediación, sin publicidad y sin contradicción no es un juicio, por más que la legislación procesal se empeñe en llamarlo así. Por eso se debe concluir que sólo el juicio oral satisface esas exigencias, de modo que no existe posibilidad de estructurar el proceso de otro modo que no sea a través de los juicios orales si se quiere que la Page 77 justicia penal esté en mínimas condiciones de cumplir con sus cometidos políticos. Con el juicio oral no se acaba todo lo que es necesario transformar ni se agotan los cambios procesales pero sin oralidad en el juicio no existe verdadera reforma. Este es un punto en el que no pueden existir términos medios. Existen falsas oralidades, que como el oro falso, engañan a los incautos.

Existe falsa oralidad cuando la oralidad no está al servicio de la inmediación: por ejemplo, cuando se realizan vistas públicas pero no se produce pruebas en ellas, de modo que el juez que tiene que tomar la decisión no ha observado la prueba directamente o ya tiene su decisión prejuiciada o va a esperar a leer el «expediente» para tomar luego una decisión, independientemente de lo que se haya hecho en el juicio Existe falsa oralidad si no se realiza una audiencia verdaderamente pública, de modo que se produzca algún tipo de control de la sociedad sobre el resultado del juicio. Y también existe falsa oralidad si no se permite una verdadera defensa o si a la defensa no se le han otorgado los instrumentos y el tiempo necesario para preparar el juicio. Existe falsa oralidad si luego se quiere establecer un sistema de recursos que permita revisar, sin observar la prueba, todo lo decidido por el tribunal de primera instancia, porque ello significa que se va a privilegiar las actas y registros que lo ocurrido en el juicio oral. Debe existir mucha claridad en este aspecto porque la tentación de construir sistemas con falsa oralidad es muy grande (esa fue la tentación principal del llamado sistema mixto) e incluso no todos los sostenedores de la oralidad tienen gran claridad acerca de las exigencias de construir un sistema procesal sin juicio. Básicamente si tuviéramos que resumir cuáles son las exigencias de un sistema basado en la idea de centralidad del juicio, diríamos que son las siguientes:

  1. Se debe asegurar una verdadera preservación del principio de inmediación, limitando la incorporación de la prueba por lectura, estructurando correctamente los recursos de modo que el juicio no se vuelva a escriturizar por vía indirecta, se debe establecer un sistema de deliberación inmediato para que el juez deba construir su convicción «únicamente desde el debate» y no se funde en el expediente previo;

  2. Se debe asegurar una etapa preparatoria del judo que no «contamine al juez» y que acabe con la tradicional fuerza del «sumario». Se debe tener en cuenta que la etapa de instrucción es el principal reservoreo de la cultura inquisitiva.

    Se debe regular la prisión preventiva de modo que no sea una Page 78 pena anticipada, es decir, una pena sin juicio porque si el propio sistema está diseñado para imponer penas sin el requisito del juicio, entonces la idea misma del juicio carece de valor. «Nulla poena sine iuditio», es el principio que debe regular el carácter excepcional de la prisión preventiva.

  3. Se debe asegurar un verdadero sistema contradictorio (alguien sostenga la acusación y alguien que defienda al imputado) si el juez reemplaza a cualquiera de estos dos sujetos esenciales se distorsiona la idea misma de imparcialidad que es connatural a la idea misma del juicio. Es decir, se debe establecer un sistema con litigio verdadero.

  4. Se debe establecer un verdadero sistema de investigación para garantizar que el juicio esté suficiente provisto de pruebas y los jueces no deban recurrir a todo tipo de ficciones y presunciones para reemplazar \a actividad probatoria.

  5. Se debe garantizar un adecuado sistema de control de la sobrecarga de trabajo, para evitar que el juicio sea utilizado en aquellos casos en los que se puede evitar. El juicio es una «estructura institucional « valiosa, que no debe ser malgastada.

  6. Se debe garantizar un adecuado control del tiempo, ya que así cómo un juicio demasiado cercano al hecho produce alarma social, uno demasiado alejado del hecho produce un efecto de «doble violencia» ya que se deja de percibir el vínculo que existe entre el hecho delictuoso y la respuesta estatal.

    Por supuesto toda la estructura procesal no se reduce al juicio, pero, lo más urgente es rescatar el vaíor político de la idea de central/dad del juicio, es decir, que todo el proceso se lo debe pensar política y conceptualmente, desde la idea del juicio. Este es el sentido político más importante y es el que marca el principal desafío de la reforma de la justicia penal en América Latina. Si podemos decir que la sociedad está a la búsqueda de sus jueces, también podemos decir que no hay mejor forma de que la sociedad en-cuentre a sus jueces que en los juicios. Ese es su lugar natural: sin juicios no hay jueces, así como no hay juicios sin jueces, ambas figuras se implican mutuamente.

    El juicio oral, fundado en la in mediación, la publicidad, la concentración, la contradicción y todos los demás principios que son derivados de ellos es el eje central del proceso de reforma. Todo lo demás es importante y necesario, pero sin establecer el juicio oral no existe posibilidad alguna de iniciar siquiera un proceso de transformación judicial. Esta es la idea más sencilla, pero a la vez, la más importante y urgente.

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